Sudáfrica puede casi empezar a restar con los dedos porque a partir de hoy quedarán cien días para el inicio del Mundial, que colocará al país arco iris y al continente africano durante todo un mes en el centro del mundo, un lugar al que tradicionalmente sólo han accedido impulsados por la desdicha.

Desde la óptica del aficionado sudafricano, que no ve llegado el momento de que el balón eche a rodar, han pasado cien veces cien días desde aquel 15 de mayo de 2004 en que un emocionado Nelson Mandela levantó el trofeo de la Copa del Mundo en Zúrich después de que la FIFA concediese a Sudáfrica el derecho a organizar el Mundial.

"Tú eres el verdadero arquitecto de esta Copa Mundial de la FIFA; tu presencia y tu dedicación la hicieron realidad", le dijo públicamente hace dos años el presidente de la FIFA, Joseph Blatter, al ex presidente de Sudáfrica. A ese espíritu, al espíritu épico y conciliador de Mandela, volvió a apelar hace apenas dos semanas el actual presidente, Jacob Zuma, para involucrar a los sudafricanos en el mayor acontecimiento que haya organizado jamás el país: "Tenemos que hacer de la Copa del Mundo un enorme éxito en su honor", dijo.

La apelación de Zuma a sus ciudadanos no parece gratuita ni casual. Tras seis años de planificado e intenso trabajo, ya no queda tiempo para sacar conejos de la chistera, pero sí el suficiente para saldar dos deudas pendientes: convencer a la ciudadanía de que el Mundial pertenece a todos los sudafricanos y a los extranjeros de que no hay que ser un demente para viajar a Sudáfrica.

"No matéis el Mundial antes de que el Mundial se celebre", pidió a finales de enero Jerome Valcke, secretario general de la FIFA, a la prensa extranjera, cuyas informaciones sobre la inseguridad ciudadana que azota Sudáfrica se multiplicaron después del atentado que la selección de Togo sufrió en la Copa de África.

Sudáfrica tiene por delante la tarea de demostrar que, como asegura constantemente Danny Jordaan, secretario general del Comité Organizador, está preparada para garantizar la seguridad de todos los aficionados, que Angola no es Sudáfrica y que los cincuenta asesinatos que cada día se registran en el país son un asunto marginal que no debería afectar al aficionado extranjero.

Efectivamente, si los aficionados se guían por los consejos de los sudafricanos y por su propio sentido común, la reputación de Sudáfrica debería salir indemne.

Por si acaso, y como exige un acontecimiento de esta dimensión, Sudáfrica no ha escatimado ni medios ni personal para garantizar que nada ocurra más allá de lo que se supone ha de ocurrir en un Mundial.

Para ello, el país ha invertido más de 300 millones de dólares en seguridad, contratado y entrenado a docenas de miles de policías extras, pedido consejo a los cuerpos de élite de un buen puñado de países, contado con el Ejército para elaborar todo tipo de planes de contingencia...

Otra cosa es la ambición de Zuma de hacer del Mundial un acontecimiento para todos, tal y como sucedió con el Mundial de rugby de 1995, que ganó Sudáfrica y que actuó como amalgama social y racial.

Sin embargo, aquella comunión nacional fue temporal. Si la política, la economía y hasta los estilos de vida están racializados en Sudáfrica, otro tanto sucede con el deporte. El fútbol es cosa de negros, mientras que los blancos se inclinan mayoritariamente por el rugby y el críquet.

"Asegúrate de que puedes decir Yo estuve allí", dicen los paneles publicitarios que menudean por todo el país para promocionar el Mundial. La realidad, hasta hoy, es que no faltan sudafricanos que afirman categóricamente que no quieren estar allí y son muchos más los que no pueden, en un país donde las diferencias económicas son alarmantes.

Quedan cien días para el Mundial y casi 800.000 entradas sin vender. Dice la FIFA y la organización que no les preocupa, que los estadios estarán llenos en los 64 partidos mundialistas.