En el cuartel general de compañías como IBM se manejan con tiento ante cualquier petición de visita. No es casualidad que hayan sobrevivido a 114 años de andadura después de estar tres veces al borde de la quiebra en su historia. El laboratorio que dirige la investigadora rumana Daniela Bogorin en el Thomas J. Watson Research Center, en el que llaman “pasillo 36”, es una de las pocas concesiones que nos hacen y casi se arrepienten.

La expedición vasca promovida por Ikerbasque para medios de comunicación de Euskadi ha podido visitar el cuartel general de IBM en el Estado de Nueva York. Un lugar idílico situado en la localidad de Yorktown Heights, donde “unos 1.500 investigadores” de decenas de nacionalidades (muchos indios) trabajan en un inspirador lugar diseñado por el prestigioso arquitecto finlandés Eero Saarinen en 1961, con paredes exteriores acristaladas que permiten ver el bosque, pasillos amplios y espacios diáfanos, en mitad de lo que parece una selva. Los investigadores pueden trabajar dentro, o bien en el exterior, con butacas y terrazas en plena naturaleza. Otros muchos teletrabajan. Se respira paz donde se diseña vértigo tecnológico.

Allí tienen una preciosa zona abierta para selectas visitas, dominada por el impresionante superordenador IBM Quantum System Two. Nos guía por ella un alto cargo de IBM, Scott Crowder, uno de sus vicepresidentes. Alucinamos.

Entre cables

Daniela Bogorin es la elegida para enseñarnos un poquito de las tripas del gigante tecnológico. Nos pasea entre cables y todo tipo de artilugios incomprensibles para el común de los mortales. Nos invitan a poner la oreja en el caparazón que envuelve un procesador primero y luego otro, pero no somos capaces de detectar la “diferencia de frecuencia” del ruido que provoca cada uno en la gestión de los datos. Lo que sí notamos es la oreja fresquita, porque el procesador de dentro está a 273 bajo cero. Dos metros a la derecha, sin embargo, nos asamos de calor, el que emana una torre con 25 alturas de grupos electrónicos.

Entrada vetada

Sin embargo, no hemos podido entrar a la planta donde se fabrican y ensamblan todas las piezas de estos supercomputadores, 42 millas al sur, en Poughkeepsie. Allí, durante la Segunda Guerra Mundial se fabricaron cañones para aviones y rifles automáticos; más tarde máquinas de escribir eléctricas y calculadoras; y hoy se ensamblan y prueban los superordenadores que ayudarán a definir nuestro futuro.