basauri

No sé a quién se lo escuché el otro día, pero a esta zona ya le llaman la carretera de la muerte", dice Pedro, que apila varias bolsas de café entre sus brazos frente a la puerta del almacén de su local, a un palmo de Fagor, la última gran empresa en verle el rostro a la parca en una carretera en cuyas orillas, entre Galdakao y Basauri, antes cedieron Theis, se tambaleó Bridgestone, y perecieron Formica y Outokumpu. "Es que mira cómo va la cosa...", disecciona Pedro a las puertas del café Dávaro, enclavado en la lengua de asfalto de la Avenida Cervantes, que se conecta con Gudarien Hiribidea, el circuito de las fabrica y los talleres. Es víspera de fiesta, pero en Urbi, donde anida la isla de la industria, adonde un cartel con fondo gris y letras blancas señala, no hay nada que celebrar, si acaso, unas migajas. "Últimamente todo son malas noticias por aquí", describen en el cafetería, a un brazo de distancia de una mutua que, a su vez, recuesta la cabeza sobre un tanatorio. De la enfermedad a la muerte. Incluso la simbología es macabra en este tramo que fue la milla de oro. Las metáforas se acumulan, como el paro. "Tal vez le hayan puesto el nombre por el tanatorio, pero me da que es por las empresas que han ido cayendo. Es un desastre", enfoca Pedro, apesadumbrado por un presente decadente, repleto de incertidumbre, y por un porvenir que se teje con los hilos del luto de la maldita crisis, que no hace distinciones. Tampoco prisioneros.

Al mediodía se pasea el viento sur, al que no puede esposar un cielo opaco, aplomado. El intenso tráfico, el ruido, el traqueteo del tren y el aviso sonoro del paso a nivel, compiten con un ambiente cargado, entristecido, extraño. "Los ánimos están tristes, el ambiente está raro" apunta Pedro, que conoce los rostros de la mayoría de los que van y vienen. Es un buen fisonomista. Desde la altura donde se posa la terraza, que salva la acera, observa a dos jóvenes mujeres que caminan a paso ligero. "Esas chicas trabajan en Fagor, bueno hacia allí van. Ahora no tienen horario, pero siguen fichando", indica el hostelero, preocupado por una situación que cuando cambia, lo hace a peor. "Estamos aguantando como se puede, quitando de aquí y de allá. Negociando el alquiler, ajustando con los proveedores... es lo que toca. Otros lo tienen peor".

No le falta razón. En esa situación se encuentran los trabajadores de Fagor, pero también sus proveedores, los que ofrecen servicios y material a la empresa. Sin abeja reina, la colmena perece. "Cuando una empresa grande cae le acompañan otras pequeñas. Si pierdes a tu principal cliente...". El efecto dominó está tatuado en la memoria reciente del cinturón industrial. "Antes que a Fagor le pasó a Theis, Outokumpu, Formica", calcula un empleado de una empresa de recambios para vehículos donde el ajetreo, afortunadamente, es constante. "A nosotros nos va bien porque ahora la gente repara los coches antes de comprarse uno nuevo", reconoce. La empresa se llama Auto Industrial Basconia, como La Basconia, una de las pioneras, uno de los buques insignias de otros tiempos más felices. "Aquí la crisis está haciendo mucha pupa. Se ha concentrado aquí, pero claro, está es la zona industrial. Lo mismo pasa con la hostelería", propone una mujer que ha adquirido aceite para el motor en el establecimiento. La charla se improvisa alrededor de unos de los mostradores del almacén de recambios. "La cuestión es saber si se ha tocado fondo o no porque en Bridgestone también se están apretando", lanza José Miguel, que tiene un amigo que realizaba labores de mantenimiento en la sede de Fagor en Basauri. "Ahora, por suerte, hacen el trabajo para otras empresas". La actividad no ceja entre recambios. Tampoco el intercambio de impresiones. "Nosotros, por ahora, aguantamos", afirma otro cliente que trabaja en un concesionario próximo al núcleo industrial. "¿La carretera de la muerte? Es la primera vez que lo he oído. Se lo habrá inventado alguien", expone Itziar.

la osadía de abrir la persiana El nombre, sin embargo, no sorprende en un humilde bar, el Basaldua, cuyas ventanas 'decoran' pegatinas de Edesa, recuerdo inequívoco, reciente, de la caída en desgracia de Fagor. En la fachada, que cuida uno de los ángulos del cruce de Gudarien Hiribidea, se incrusta una imagen religiosa. En una urna, engalanada con flores, Nuestra señora de las nieves, patrona de Urbi. Una pequeña pizarra anuncia el plato del día: paella de carne más bebida a 5,95 euros. Dentro del local, situado frente a uno de los laterales del edificio que ocupó Theis, del que cuelga un cartelón de venta de la nave, se explica con determinación Elena. "Más que la carretera de la muerte está es la carretera del suicidio". Narra Elena, que regenta la taberna desde hace casi dos años, "que abrir la persiana es una osadía". La lucha del día a día es ardua, pero es el único modo de sobrevivir. "Fíjate, en la barra tenemos una tortilla y un par de bocadillitos de jamón. No te puedes arriesgar a poner más porque no le das salida". En las conversaciones del bar, dice Elena, está instaurado el pesimismo como si fuera parte del mobiliario. "Somos esponjas y detrás de la barra del bar solo oímos penas, la gente está deprimida", se desahoga. Vecina de Urbi, Elena recuerda mejores épocas, cuando la industria trabajaba a pleno pulmón y el dinero era parte del paisaje. "Esto ha sido la bomba, esto era Hollywood", exclama como si quisiera exhortar la zozobra, "a la pescadilla que se muerde la cola". Malos tiempos que parecen eternos, el bucle de una pesadilla. "La esperanza es una alienígena", se despide Elena desde la trinchera de la resistencia.

En la calle, el viento afloja. Firma un armisticio con los que aprovechan un día sureño para hacer deporte y correr por la larga recta que atraviesa las empresas, los pabellones, los talleres. El arco del triunfo de Gudarien Hiribidea es el puente de Bridgestone, el fabricante de ruedas. Los trailers maniobran para embocar sus cargas en las tripas de una multinacional que también acumula el cianuro de la crisis en su aparato digestivo. Los Expedientes de Regulación de Empleo han marcado la actividad de la compañía, que trata de salir adelante. El tamaño no importa en una crisis que ha devorado peces grandes y chicos. "Tampoco lo están pasando bien, han tenido que hacer ajustes de plantillas. Está jodido para todos". En esa definición, otra víctima. Un bar, Argi Berri, atornillado a Bridgestone, ha bajado la persiana. Otra señal. Son demasiadas. La carretera se confunde por un momento con Arkotxa, el barrio obrero de Zaratamo, que perdió Outokumpu, heredera de Ibercobre, antes Pradera Hermanos. En la ruta que lleva a Galdakao, otras puertas también candadas. En silencio. Una chatarrería permanece abierta. Vocifera su suerte.

7.500 empresas menos En Formica, otro icono de la riqueza que fue, no la hubo. Su resplandeciente granate, que abraza la calle Txomin Egileor, ha perdido intensidad, apagado el color por la lija del paro. Las grandes letras de una empresa que forró cocinas, mesas y sillas durante generaciones, son una necrológica. El neón de una despedida. Solo queda el personal de administración. Al otro lado de la carretera, en sus muros de piedra, las pintadas, como en su día los trabajadores, gritan en vano: Formica ez itxi! Formica decretó el cierre el pasado año. Otra empresa tractora de Galdakao, Basauri, Zaratamo y alrededores, como lo fueron Fagor o Theis. Desde el inicio de la crisis 7.500 empresas han tenido que echar la persiana en Euskadi según Confebask. El dato es demoledor, duele solo de pensar en los miles de dramas del desempleo. "Está resultando muy duro", suscribe Iñaki en el restaurante Zugutzu, que ha notado un bajón de entre "el 10 y el 20%". Contra el pesimismo, viscoso, pringoso y negro como el galipot que manda en la calle, Iñaki receta esperanza. "Hay que ilusionar a la gente". Tal vez por ese entusiasmo que se desliza de sus palabras Iñaki recibe a la voz de "buen día". No es un mal comienzo.

"Creo que hay que apoyar a los buenos empresarios. Son la diana preferida de la mayoría, pero no hay que olvidar que ellos arriesgan su dinero, que crean empleo", argumenta Iñaki, un tipo vitalista que se enreda con un cliente discutiendo, apasionadamente ambos, sobre lo que debe ser una empresa. "Se habla de las obligaciones del trabajador, pero qué hay de nuestro derechos. Cada vez tenemos menos", rebate un hombre que lleva 40 años trabajando en la dinamita. El cambio de pareceres, firmes las convicciones, (hablan de cuando la compañía puso en marcha el economato para los trabajadores, cuando construyó las casas para los empleados, mantenimiento incluido, en Arkotxa) confluye en la complejidad de presente y en la necesidad de una clase dirigente más eficaz. "Ahora los políticos no se pueden llevar las manos a la cabeza porque Tubacex elija Cantabria antes que Euskadi", sugiere Iñaki. La decisión de la compañía está fundamentada en los costes de producción. Así funciona la crisis. "Cuando la cosa está mal hay que negociar con el empresario. No queda otra opción. Es mejor perder algo de dinero al mes antes que perderlo todo y verte en la calle. Porque cuando se cierra, cuando se hace clac, ya no hay vuelta atrás". Desgraciadamente, el sonido del pestillo al caer lo conocen de sobra en la carretera de la muerte.