EN un rincón muy cerca de Portaletas, se oían los juramentos y unos metros más abajo, ya en el puerto camino de la rampa, las plegarias del último segundo, el decisivo. Mirases donde mirases, se mascaba la tensión al filo de la hora del Angelus, como si el desenlace de la presente edición de la Bandera de La Concha lo hubiesen rodado el mismísimo Alfred Hitchcock o el trepidante Quentin Tarantino. Se respiraba el olor acre de la rabia de los seguidores de Urbaibai -“van a remar para el recuerdo”, vaticinaba Aitor Llona, intuyendo lo que luego pasaría sobre las aguas, el triunfo en la mañana de la Bou Bizkaia...-; la ilusión de la primera vez (“llegamos igualados y con muchas esperanzas”, aseguraba Rober Pastor, partidario acérrimo de los galipos, que no habían ganado jamás la bandera de La Concha...), y la fiesta en paz de la Sotera. No en vano, Fede Martín Albizu hablaba “de un día de fiesta donde lo importante es dar la cara”. La rabia, la esperanza y el sosiego, esos eran los tres sentimientos de Bizkaia mientras en Portaletas se cantaban las apuestas a la par entre Hondarribia y Ziberbena, los dos purasangres en las cuadras antes de que comenzase la regata.
¿Quién ganará?, preguntaba la sensatez. “Hay tanto vizcaino que esto parece Sarajevo”, murmuraba una de las voces de la locura, la más funesta de las voces. Incluso los hombres y mujeres que llegaron en el batallón Eneperi disimulaban su enfado con dosis de buen humor y cazuelas de bacalao ajoarrriero. “Si el helicóptero de ETB hiciese un vuelo rasante en la segunda txanpa y levantase una fuerte marejada, igual, quizás...”. Era la forma de aplacar los ánimos.
No lo habían hecho desde la orilla de la marea rosa de San Juan. “Diga usted que es la quinta consecutiva”, susurraba una voz a mi espalda. Gire y ahí cerca estaba un grupo de aficionadas vestidas de neskitas. Poco antes había visto a una pareja con paraguas-sombrilla sembrado de rosas. “Cosas veredes, amigo Sancho...”. La Concha, el mundo arraunlari por extensión, es una invitación continua a vestirse con los colores que a uno le boxean dentro del pecho, con los colores del pueblo. En las imágenes que decoran este artículo podrán ver, sin ir más lejos, a un grupo de etxekoandres de Kaiku. Habían bajado hasta la mismísima desembocadura de la rampa. Les empujaba el corazón.
Oídas mil y una opiniones, escuchados los latidos de las coloristas aficiones, llegó la hora de las mayúsculas. En la primera txanpa Urdaibai y Orio (hubo un pequinés con el pañuelo amarillo al cuello y miles de camisetas amarillo-aguilucho...) se batieron en duelo sobre las aguas. Los remeros de Urdaibai volaron sobre el Cantábrico. Remaban con la misma furia del mar “porque ellos sienten que no debían estar a esa hora sino algo más tarde, cuando remen en la txanpa final”, decía una voz protestante. No era el cronómetro que merecían, vino a decir. Pidió anonimato pero el desahogo era inclemente. “Que apelen el resultado de la regata, que protesten, que se cagüen en... “. ¡Chist!, le replicó otra voz de su banda. “Lo importante es ganar hoy y demostrar que...”, apuntaba con una triste sonrisa.
Durante un tiempo se temió a la lluvia -“negros nubarrones se ciernen sobre...” hubiese escrito un poeta o el sempieterno hombre del tiempo...- y durante la hora final se temió al reloj. Hondarribia y Zierbena remaron a la par toda la mañana, como si bogasen dos embarcaciones gemelas o se tirase al agua una pareja de salto de trampolín, sincronizada. Un segundo a babor y otro a estribor; un segundo en la proa y otro a la popa. El reloj marcó el trepidante largo de vuelta que se midió en uñas comidas y en padrenuestros; en esa expresión tan clásica -¡vamos, con dos cojones!- y en consejos técnicos -¡cógela, cógela!, pedía un aficionado a grito pelado al paso por la isla, supongo que por una ola...-; el tiempo se medía de todas las maneras posibles. Tan ajustado estuvo el tema que los propios remeros de Hondarribia se miraban unos a otros. ¿Sí?, ¿No? ¿Todo lo contrario? Fue oír el tiempo oficial y ¡zas!, la apoteosis. Tan estrecha estuvo la cintura, que pareció ideado por el viejo realismo mágico de antaño. Tanto que cuando vi llegar una vaca verde de carton piedra a la rampa a bordo de un bote me pareció hasta normal. Será de Hondarribia, me dije.