bilbao - A estas alturas conviene aclarar que Mathieu van der Poel corre contra la historia o contra sí mismo, que viene a ser lo mismo. El holandés errante, por eso de que compite indiferentemente en carretera, mountain bike o ciclocross con enorme éxito, conquistó ayer el Mundial de ciclocross de Dubendörf en Suiza, donde Thomas Pidcok (Gran Bretaña) en el primer logro del Brexit firmó la plata a 1:20 del vencedor y Toon Aerts (Bélgica) cerró el podio a 1:45. Su tercera corona de la especialidad la pintó Van der Poel de orange, el color con el que ha enmoquetado toda la campaña con pasmosa facilidad. Levitó el campeón en un circuito empastado por el barro cerca de una base aérea. Van der Poel fue un avión. Encendió la turbina, desplegó las alas y despegó hasta el cielo. A la gloria.

Nadie fue capaz de tumbar a Van der Poel, que dejó a todos pasmados, sin nada a lo que agarrarse salvo olvidarse de él porque no solo dominó cuando pedaleaba, también marcó una marcha marcial cuando se trataba de patear. Van der Poel decidió largarse en la primera vuelta y nunca más se supo. Lo suyo fue una soliloquio. El nieto de Poulidor no es un segundón, precisamente. El neerlandés tejió su bandera arcoíris tras aplastar a todos sus rivales desde la arrancada. Es un ciclista de otra época que está marcando la suya en la especialidad. Su dominio es incontestable. Monarquía absoluta.

"Esta victoria es muy especial. Era uno de mis grandes objetivos, como ya había dicho, para esta temporada. Estoy muy feliz de haberlo conseguido", expuso el neerlandés, que alcanzó la meta con el tiempo suficiente como para saludar a los allí presentes chocando las manos y posar con calma para la orla del memorándum del ciclocross. "La carrera ha sido muy dura, creo que una de las más duras que he corrido, especialmente las últimas vueltas", cerró Van der Poel, el gran dictador. -