Cuando le llegue la mañana en París y despierte, probablemente resacoso tras una noche de fiesta, euforia y champán, Tadej Pogacar (Komenda, 21 de septiembre de 1998) cumplirá 22 años. Antes de que le alcance el día, se habrá regalado un Tour de Francia y estrenado una bicicleta. Amarilla. Su color. El del campeón. Un presente inmejorable. Un sueño. "Yo de pequeño soñaba con correr el Tour, no con ganarlo. Es increíble", se sinceró un campeón que viene del futuro cuando supo que abrazaría el león de peluche del Tour esa misma noche. No existe mayor reclamo ni proeza para un ciclista que cincelar su nombre en el frontispicio de los Campos Elíseos. En la avenida más famosa del ciclismo reina Pogacar, un chaval, apenas un veinteañero que con su fulgor, ha sido capaz de ensombrecer el covid-19. Ha nacido una estrella. Si se trata de un destello fugaz o de un astro que iluminará el firmamento ciclista en el futuro, se sabrá con el tiempo. En cualquier caso, la hazaña del esloveno se sitúa inevitablemente en el territorio de las proezas impensables, no solo por el qué, sino, sobre todo, por el cómo. Pogacar, un David, derrotó a un Goliat, el Jumbo que lideraba Roglic, de una certera pedrada en La Planche des Belles Filles tras completar una actuación memorable e hiperbólica, que reverbera durante décadas en las piedras viejas y sabias de los Campos Elíseos, donde subió al cielo custodiado por Primoz Roglic, segundo, y Richie Porte, tercero. Pogacar no se bajó del podio. Todo el Tour fue suyo. El esloveno se vistió de blanco, como el mejor joven, y se pintó con puntos rojos como rey de la montaña. Solo Eddy Merckx, el ciclista más grande de todos los tiempos, fue capaz de semejante gesta. El belga aguardó hasta los 24 años. Tadej, que vive deprisa, lo logró con 21.

Pogacar no espera a nadie. Es el más precoz en décadas. Solo Henri Cornet fue más joven cuando accedió al Olimpo. No es un dato menor en una carrera con más de cien años de historia. Eso ocurrió en 1904, hace más de un siglo, cuando el Tour apenas balbuceaba y el ciclismo era un viaje hacia lo desconocido, una epopeya de épica, tragedia, gloria y drama. En el Tour más extraño que se recuerda, presionado por la pandemia del coronavirus, fuera de fechas la carrera, Pogacar erigió un monumento al ciclismo antiguo, ese que promulgaba la osadía y el ataque como libro de estilo para triunfar. Pogacar es un loco maravilloso, un verso libre en un ciclismo que enfatiza el cálculo. El joven esloveno ha volteado muchos de los preceptos del humus del ciclismo, dinamitando la clave de bóveda que cimentó la tiranía del Ineos, donde un equipo inexpugnable salvaguardaba el triunfo del líder. Contra ese convencionalismo que quiso extender el Jumbo se rebeló Pogacar, que alzó el vuelo para vapulear esa idea. Probablemente ese sea su principal legado.

El querubín esloveno, vencedor de tres etapas, cada una en una de las tres semanas de la carrera, lo que subraya su solidez, ambición y capacidad, demostró que no es imprescindible disponer de un equipo formidable para alcanzar el éxtasis. Su triunfo ha debilitado ese mantra hasta el punto de hacerlo inservible. En ese punto, la victoria de Pogacar puede servir como gozne para abrir una nueva era. El esloveno es un pionero que mantiene intacto el espíritu de los aventureros. La Grande Boucle, que se adentró en un laberinto con la idea de esquivar el minotauro del covid-19, evidenció un escenario novedoso. En ese ecosistema de frágil equilibrio, donde reinaba la incertidumbre, Pogacar, irreductible y rebelde, fue capaz de revolucionar el Tour arrodillando al todopoderoso Jumbo, el equipo guía de la carrera francesa, con una actuación estratosférica en la crono. El día de autos desfiguró a Roglic, el líder sólido, hasta convertirlo en un guiñapo después de soportar la tiranía de la estructura neerlandesa durante la carrera.

al ataque

La gloria de Pogacar enmarca a un ciclista prodigioso: en lo físico, el esloveno fue capaz de finalizar la carrera como un misil en la tercera semana el año de su debut; en lo psicológico, Pogacar demostró una tremenda fortaleza mental para rearmarse cuando cedió y en lo estratégico, el ángel exterminador interpretó de fábula la carrera para saber sacar provecho del trabajo del Jumbo, que siempre lo llevó en la chepa. Su singladura por una carrera tremendamente igualada así lo atestigua. La pérdida de un 1:20 en los abanicos de Lavaur no le hundió el ánimo. Muy al contrario, le envalentonó. En cuanto pudo, Pogacar atacó y demostró que estaba dispuesto a reventar el Tour desde cada recoveco de la carrera. En el Col de Peyresourde inició su remontada, cuando recuperó 40 segundos del tiempo que se llevó el viento. Continuó su imparable ascenso venciendo en Laruns, donde resolvió en un ajustado esprint entre los mejores. De ese modo se manejó en su triunfo en el Grand Colombier, donde Bernal se desplomó. En la semana decisiva, Pogacar perdió fuelle en el Col de la Loze ante el líder, pero fue capaz de recomponer su figura para agigantarse en La Planche des Belles Filles, donde destronó a Roglic tras completar una crono sideral que le atornilló al cielo de París. Pogacar es el futuro.