LA ascensión a Arraiz llegó a ocho kilómetros del final, cuando los corredores tenían ya 164 en las piernas. Con la meta en el horizonte, apareció este puerto, de dureza extrema, con rampas de hasta el 20% de desnivel. Una subida para locos que, después de Azazeta, Urruztimendi y El Vivero, todavía tenían que exprimir aún más su cuerpo. Hubo sangre, sudor y alguna lágrima. Pero, sobre todo, hubo afición. Porque ayer, Arraiz recogió el testigo que el año pasado tuvo en sus caminos el monte Oiz y fue el escenario escogido por miles de personas para jalear a los valientes sobre sus bicicletas. Y es que, para coronar esta inédita ascensión, producto de la maquiavélica mente de Roberto Laiseka, había que ser profesional o muy valiente. Por eso pocos seguidores lo consiguieron. La mayoría optaron, jadeantes, por quedarse en la cuneta a media subida. Y eso que el Arraiz comienza suave, para que la gente se confíe. Hubo bicicletas del Ayuntamiento desafiando la gravedad y pensionistas, apostados en los primeros metros, que aprovecharon la cobertura mediática para reclamar lo que es suyo. Poco a poco, a medida que la ascensión avanzaba, los aficionados empezaron a pararse. Brazos en jarra y respiración entrecortada. Era hora de asumir la realidad y levantar campamento. Daba igual que, a medio camino, apareciera una heladería. Un frío premio al esfuerzo que, sin embargo, no consiguió engatusar a mucha gente.

Con el paso de los minutos, las cunetas se llenaron. Todos querían primera fila. La radio chivaba los últimos pasos del pelotón, los escapados se acercaban. El sonido del helicóptero anunció que el espectáculo llegaba antes de lo esperado. La gente miró hacia arriba, a las hélices y al cielo encapotado que amenazó con lluvia pero, tras ser retado por los miles de aficionados, regaló algún destello de sol. Philippe Gilbert apareció entre curvas y el suelo retumbó. Pero cuando Alex Aranburu y Fernando Barceló le siguieron a rueda comenzó la fiesta. Al fin y al cabo, siempre se barre para casa. Y es que ayer el Arraiz fue el escenario de una preciosa batalla, la que estos tres ciclistas llevaron hasta Gran Vía. Pero, sobre todo, ayer el Arraiz fue el decorado de una gran fiesta. Bocinazos, gritos y aplausos formaron la banda sonora. Los decibelios eran tan ilegalmente altos que el propio Aranburu reconoció, tras la carrera, que en ese momento “llevaba los pelos de punta”. El sonido del ciclismo se alargó tres minutos, que fue lo que tardaron Roglic, Valverde, Quintana y Superman López en llegar. Y, en dos segundos, se marcharon. Todo un día en Arraiz para un suspiro. Pero qué suspiro. “Como se vive aquí el ciclismo no se vive en ningún lado, aquí todos somos una familia. Una familia de fiesta”, argumentó un aficionado bilbaino a su acompañante, novato en estas lides, cuando le preguntó si todas las horas allí arriba habían merecido la pena.

El pelotón, un premio Pero eso no fue todo, todavía quedaban muchos corredores por llegar. Y el siguiente en aparecer fue Omar Fraile. El corredor santurtziarra subió el puerto con una sonrisa, sin creerse que, durante esos instantes, fuera jaleado como una estrella de la música. Pero ayer Fraile era cabeza de cartel en el festival del ciclismo, compartiendo protagonismo con los integrantes del Euskadi-Murias, Mikel Nieve y Jonathan Lastra, entre otros. El Caja Rural también se unió a la juerga y se encargó de que Arraiz fuera más verde todavía, regalando camisetas a todos los que la pedían. Apenas hubo tiempo para respirar porque un minuto después de Fraile, el resto del pelotón hizo acto de presencia. Arraiz se volvió loco con el tren de ciclistas. Espalda para adelante, puño cerrado y un grito en la garganta. Geofrrey Bouchard (Ag2r) y Carl Fredik Hagen (Lotto) pedían más. Y el monte bilbaino se lo dio. Sam Bennett (Bora) se ganó el corazón de la afición con un caballito en plena curva al 12% de desnivel; y Tony Martin (Jumbo), el respeto de todos cuando, a pesar de ir el último, tiró de honor y piernas para terminar lo que comenzó cuatro horas antes en Los Arcos.

Tras el alemán, la fiesta acabó y la marea de aficionados comenzó el descenso a la vida real. La marea serpenteó cuesta abajo por las colinas de Uretamendi, con San Mamés como su siguiente destino. Todos miraron ya hacia La Catedral, donde esta mañana tendrá lugar la salida neutralizada. Los miles de seguidores emprendieron el camino a sus casas, juntándose con vecinos desorientados, ajenos al paso de la Vuelta. Extrañados de que tanta gente hubiera decidido aparecer, a la vez, por uno de los barrios más olvidados de Bilbao.