bilbao - Los juguetes conducen irremediablemente a la infancia, a aquellos maravillosos años en los que la realidad eran sueños e ilusiones, un puzzle de felicidad de todos los tamaños y colores. En Ibi, el belén de los juguetes, saben que las bicicletas son imbatibles. Solo el balón es capaz de competirle. Nada como una bici para sentirse libre por primera vez, para rodar un puñado de metros en los que uno es dueño de su destino aunque necesite ruedines para mantener el equilibrio. Esa sensación única, de ritual iniciático, se hace a pedales. El de Sam Bennett fue espídico. El campeón irlandés tronó los tréboles de su maillot bajo el Castillo de Santa Bárbara, en Alicante, testigo de un esprint sin esprint. Bennett, todopoderoso, venció por aplastamiento. Nadie le puso en aprietos, ninguno le generó una duda mínima, ni una brizna. “Estoy feliz con la victoria, me gusta lucir este maillot de campeón de Irlanda, y más con una victoria tan importante en la Vuelta. Tenía mucha presión encima, pero ahora siento un gran alivio”, explicó Bennett tras su estallido, el 12º del curso. El irlandés esprintó con tanta energía que se escapó. Venció en solitario. Ante su arrancada, una estampida, el resto de velocistas congregados para la danza de la victoria: Edward Theuns, Luka Mezgec y Jon Aberasturi, estupenda cuarta posición la suya, solo pudieron masticar la derrota en la lejanía. “Pude coger la rueda de Bennett, si bien al final se me metió Sarreau, lo que me hizo perder unos metros. Ya sabemos que es muy difícil ganar aquí, te tiene que salir todo perfecto”, estableció Aberasturi. Anulados todos ante cualquier tentación cuando despegó por el centro de la avenida Bennett, un cohete en bicicleta que saludó a su compatriota, el líder, Roche en meta. Fiesta de Irlanda en Alicante.

A cierta distancia, las derrotas duelen menos. No hay lugar para el “¿Y si?”. La bici nos hace funambulistas ante la vida. Hay que mantener el equilibro y seguir pedaleando para no caer, pero sobre todo para avanzar. Con esa idea tan primitiva, aunque siempre vigente, se abalanzaron Diego Rubio y Ángel Madrazo (Burgos-BH) y Héctor Sáez (Euskadi-Murias) a recorrer el mapa que conducía a Alicante. Fue caer el banderazo de salida y levantarse ellos. Rubio, Madrazo y Sáez se conocen de sobra. No coincidieron en un ascensor. Se buscaron. Colaboraron con la mímica imprescindible en una fuga minimalista y las alforjas repletas de buena gana. Enmadejados, dejaron que la esperanza tirara del hilo en una jornada pintada para el esprint y la fuga de siempre, que es la escapada de nunca.

Para Madrazo la huida era el medio para mantenerse un día más con el maillot de la montaña, el vellocino de oro para los humildes que saben que cuando la carrera se tense y levante los cuellos almidonados de las grandes cumbres, la prenda abandonará la mesilla de noche. Madrazo, feliz con su casaca de lunares, peleó cada cota para continuar enroscado en el podio. El pelotón les dio palique porque el final estaba escrito en el comienzo, a modo de las novelas de Agatha Christie, que la escritora construía desde la resolución del caso. Ponía un nombre al asesino y después descubría su historia y armaba la trama a su antojo.

No son pocos los que leen el periódico desde la contraportada, como si el mundo, visto desde el final, tal vez cambiara. Después llegan al principio, al tablón de las noticias que decoran las portadas, y caen en la cuenta de que el orden no altera el producto. Las manías poseen la verdad de lo inexplicable. Al día siguiente repiten. Madrazo también repitió fuga y aunque cambió de acompañantes certificó que su realidad seguía siendo la misma después de cosechar los puntos del puerto de Tibi. En la colina, en la que asomó De Gendt y su barba libertaria, se enfiló el pelotón porque cada cuesta de la Vuelta genera inquietud por lo caótico de la carrera, enclaustrada en el epílogo de la campaña, entre agosto y septiembre.

gaviria, sin esprint Lejos de la cuadrícula del Tour, la carrera española es una sorpresa o un tiro al aire. Incluso sirve para descuadrar a Fernando Gaviria, con escarapela de esprinter tremendo, pero que se quedó varado, aislado, en tierra de nadie, con las luces de emergencia encendidas. No hubo esprint para él. A falta de la volata, en un esprint intermedio que repartía segundos, Sergio Higuita presionó para subir un peldaño en la general. El colombiano montó su primera bici de competición tras rescatar un cuadro de una chatarrería de una barriada de Medellín. Higuita es consciente de lo que cuestan las cosas. La bici no es un juguete para él. Por eso no espera a nadie. Así rascó tres segundos y sobrepasó a Kelderman en la general. Roglic, siempre atento, lijó un segundo. No avanzó en el escalafón, pero redujo una onza la desventaja que le persigue desde la crono por equipos. Tusveld, compañero del líder, se puso en medio.

Encolumnado el pelotón tras el gigantesco Tony Martin, que condujo el rebaño a toda velocidad, con los equipos de los favoritos desplegando el paraguas de la protección, se armó el mecano del esprint, que en realidad no lo fue. Lo impidió el ímpetu de Sam Bennett. El irlandés, imperial su despliegue, fue una exhalación. Metió el turbo, aceleró y nunca más se supo hasta su celebración en soledad. Bennett empequeñeció a sus rivales, que en una modalidad microscópica, de distancias mínimas, casi íntimas, necesitaron prismáticos para poder seguir la estela del irlandés pletórico, insuperable, a un viaje lunar de cualquier resistencia. En Alicante, a Bennett solo le acompañó su sombra.