NO es un color, es una obsesión. Una imagen fija y permanente que se instala en el cerebro de los ciclistas. Y en sus piernas. No es un color, es una demencia. Como la de Vincent Van Gogh con sus girasoles, pero sin su oreja. El amarillo es una fiebre que ataca a todos los que sueñan con ganar el Tour de Francia. Un virus efímero para aquellos que lo llevan con orgullo unos días. O tan solo unas horas. Sin embargo, el amarillo no estuvo siempre ligado a la gloria francesa. Hubo una época en la que el líder fue anónimo y su rostro se perdía entre los otros tantos del pelotón. Como un Dios en el mundo de los mortales. Camuflado, nadie reconocía al primer clasificado, ni siquiera los expertos cronistas. Y, por eso, a petición de los desorientados y confundidos periodistas, a Henri Desgrange, fundador del Tour de Francia, se le ocurrió la creación de una prenda distintiva. Una licra cuyo llamativo color coincidía con el de las páginas de L’Auto, periódico que casualmente pertenecía al propio Desgrange y que, además, organizaba y patrocinaba la carrera francesa. Era 1919 y nacía así el maillot amarillo.

El primero en ponérselo fue el francés Eugène Christophe, en la undécima etapa de esa edición. No le duró mucho, porque en la penúltima jornada el belga Firmin Lambot aprovechó una avería del galo para hacerse con el liderato y llegar con él hasta el Parque de los Príncipes. Y es que, por aquel entonces, el reglamento de la carrera prohibía recibir ayuda externa. Ni aguadores, ni directores. Ni mecánicos. Así que Christophe tuvo que arreglar su bicicleta con sus propias manos y con su único ingenio. Lo consiguió, pero la gesta le llevó casi dos horas y media, tiempo suficiente para que Lambot diera carpetazo a la general y al Tour. No era la primera vez que a Christophe le pasaba esto. Fue como un déjà vu. Un retorno a 1913, cuando el cuadro de la bicicleta se le hizo trizas y la Grande Boucle pasó por delante de su mirada. El terrorífico recuerdo se le volvía a repetir, al francés se le volvió a quedar la miel en los labios, con tan mal sabor que la organización decidió entregarle la misma cantidad de dinero que Lambot, el campeón.

Sin embargo, a Christophe le encantó deshacerse del maillot amarillo. Porque, por aquel entonces, era un camiseta de lana que debía lucirse en el tórrido julio. Bajo el sol más candente y encima con orgullo. Con todo, tampoco hubo muchos oponentes que pudieran rivalizar con Christophe y Lambot porque la de 1919 fue la edición en la que menos ciclistas acabaron. Tan solo diez elegidos fueron capaces de cruzar la última línea de meta, después de 15 etapas y 5.560 kilómetros -es el segundo Tour más largo de la historia, tras el de 1926-. Pero no fue la longitud lo que mermó la participación. Fue la guerra.

Porque el Tour de 1919 comenzó al día siguiente de la firma del Tratado de Versalles, aquel que puso el fin oficial a la Primera Guerra Mundial. La Grande Boucle regresaba al calendario ciclista tras cuatro años de forzoso parón. Un tiempo en el que la ronda gala no fue ajena a la tragedia. Porque sus últimos vencedores, Lucien Petit-Breton, François Faber y Octave Lapize, murieron en el frente; y aquellos que sobrevivieron, consumidos y extenuados, apenas tuvieron tiempo de recordar lo que era subirse a una bicicleta. Hubo escasez de patrocinadores, la crisis económica posterior a toda guerra se hizo notar en la carrera francesa. Así que los pocos que fueron, lo hicieron por libre. Sin equipos ni dinero. Sin placeres. Y con el segundo Tour más largo de la historia por delante. Quizá por eso fue la Grande Boucle más lenta que se recuerda, porque tuvo que sortear los Pirineos, los Alpes, el hambre y las penurias. Pero al final de aquel angosto y opaco túnel, al final de la Primera Guerra Mundial, la organización puso la luz con el primer maillot amarillo. El faro que enfocaba a los cronistas y atraía a los ciclistas. Se lo dio a Christophe la mañana de la etapa Grenoble-Ginebra. La guerra había terminado y, con ese simple gesto, el Tour se procuró una nueva vida. Cuatro corredores vascos se pusieron la prenda. José María Errandonea, Gregorio San Miguel, Igor González de Galdeano y Miguel Indurain, el único capaz de ganarlo.

LOS CUATRO CENTINELAS Christophe fue el primero en ponerse el maillot amarillo y Eddy Merckx, el que más veces lo ha portado. Por ello, en el centenario del distintivo más característico del Tour, la organización ha querido hacerle un guiño al belga con una gran salida en Bruselas, la ciudad natal del legendario ciclista. Hoy, la Grande Boucle partirá desde Bélgica. Desde la Comisión Europea y el Atomium. Desde el Manneken Pis y la Grand Place. Porque Merckx es el jefe de la galaxia ciclista. El Caníbal de la constelación del Tour, del conjunto de estrellas que, junto a él, forman Jacques Anquetil, Bernard Hinault y Miguel Indurain. Todos, con cinco títulos en sus piernas, son los guardianes de la licra más preciada del ciclismo, de su universo. Los centinelas de la obsesión y la demencia, del virus y la enfermedad que genera este maillot. Y es que, desde hace cien años, el amarillo ya no es un tan solo un color; es la gloria eterna.