Tenía 25 años, acababa de ganar una etapa en el Tour, la reina, la de los Pirineos y ante Armstrong. Me quedaban tantos Tours por disputar. Quién hubiese pensado que luego… Quien pudiera volver a aquel día". Así despereza la mañana en Arbouix, cerca de Lourdes, donde se fabrican los milagros. Uno enorme: el que exhala ese suspiro es Javier Otxoa (Berango, 1974) al bajarse de un Jeep por la puerta delantera izquierda, la del conductor, donde ha ido sentado las últimas tres horas, desde Bilbao hasta los Pirineos. La radiografía de la normalidad. Conduce. Eso, un milagro. Al otro que pide ahora con ese aire melancólico, la voz otoñal, "quien pudiera volver a aquel día", al 10 de julio de 2000, la tarde que el Tour le hizo héroe en Hautacam, le respondería cualquiera que tuviese por corazón una piedra, cualquier resignado, los hombres grises que no vuelan, que miran al suelo cuando andan, los desencantados, que es imposible. Que milagros en Lourdes y los días de fiesta. Que no se puede volver atrás en el tiempo. Sólo un romántico, si es que quedan, le concedería el deseo. "¿Quieres volver?", le diría. "Pues vamos a Lourdes". Hoy mismo, una mañana de junio diez años después.
En Arbouix deja de rugir el Jeep, dejan de contonearse los limpiaparabrisas, se abre la puerta del conductor y Javier pone el pie izquierdo en el suelo. Es una mañana húmeda y gris. Hasta las nubes de aquella vez han quedado para recibirle. Así que bajan y envuelven la montaña con su manto misterioso. "Igual que aquel día", dice el vizcaino, a quien no le arruga la lluvia y se deleita, pausado y paciente, los pasos ordenados, primero la bicicleta rescatada del maletero, las ruedas con precisión para que las llantas no rocen las zapatas, el cambió ajustado; luego, la indumentaria, el maillot, el culote, las perneras, los botines cubriendo las zapatillas, un plátano antes de salir, otro para el trayecto, y el chubasquero para repeler la lluvia. "Pero éste", alecciona, "lo tienes que guardar en el bolsillo para la bajada. Si subes con él puesto, te deshidratarás". La memoria ciclista. El instinto. Imborrable.
Al rato está listo. "¿Vamos?". Desliza la zapatilla por el pedal, el taco busca su sitio, clac, y Otxoa vuelve a Hautacam. Es aquel día. Llueve a mares, lo lleva haciendo durante toda la mañana, y las nubes borran el paisaje arrinconando la mirada. "Mejor, así no se ve todo lo que te queda y sufres menos". Psicología ciclista.
Un hilo de vida, un milagro A los pocos días del accidente que el 14 de febrero de 2001 apagó la vida de su hermano Ricardo y le dejó a él en el filo, Javier fue trasladado desde Málaga hasta el hospital de Cruces dentro de un avión medicalizado, aún en coma. Un hilo de vida pendiente de un milagro. Los doctores analizaron la situación y reunieron después a la familia. En una conversación delicadísima, los especialistas reunidos desecharon cualquier posibilidad de que despertara de ese sueño tan profundo. Andoni, el hermano mayor de los gemelos, quiso saber a qué se referían con ninguna posibilidad. Le respondieron que eso, que ninguna. Andoni insistió y pidió un porcentaje. Los médicos, apurados, cifraron la imposibilidad: una entre un millón. Andoni desprendió una tranquilidad inquietante y dijo: "Está bien, me vale. Ésa es la misma probabilidad que existe de que alguien gane una etapa en el Tour de Francia y mi hermano lo ha hecho". El que ganó la etapa del Tour es Javier. El que despertó del coma es Javier. El que conduce el coche hasta los pies de Hautacam es Javier. Y el que pedalea, bajo la lluvia, entre la niebla, es Javier. Un milagro en bicicleta.
El accidente desordenó la memoria del vizcaino. No encontraba su pasado. En una búsqueda en la que avanza poco a poco, regulando como en una carrera de fondo, va construyendo el rompecabezas. De todas las personas que fue Javier, el hijo, el hermano, el amigo, el novio, la que con más fuerza perdura es el ciclista. ¿Y si de verdad siguiera siendo el de Hautacam? Sobre su asfalto mojado le llueven los recuerdos. Fresquísimos. Detalladísimos. "Aquí", dice al poco de empezar a escalar, fresco aún, "Labarta -el segundo director del Kelme que iba tras él- me decía que le llevaba diez minutos al grupo de Armstrong. Yo entonces pensaba en que tendrían que correr mucho para cogerme". Más arriba, una fuente, un pueblo bucólico, un remanso antes de una nueva rampa, otra postal de la memoria. "Subía bien, pensando en mis cosas. A los ciclistas nos preguntan muchas veces lo que pensamos en esos momentos, pero muchas veces no lo hacemos, no tenemos nada concreto en la cabeza. Después de subir el Aubisque, del frío de la bajada, de volver a ir montaña arriba, yo iba en mi nube, con mis cosas, nada concreto", dice entre jadeos. No es que sufra -"Voy bien", matiza por si hay dudas- pero sus pulmones no bombean el oxígeno necesario. Es una de las secuelas. Le falta la mitad del derecho. Se lo extirparon porque estaba inservible. Lo había atravesado una costilla.
el javi de ahora Javier trepa montaña arriba. Su figura es esbelta, finísima, cuidadísima. Pesa 66 kilos. Trabaja lo indecible. Como un ciclista profesional. Sobre todo la musculatura, pero también la motricidad, la capacidad de reacción ante cualquier estímulo y situación -en una rotonda, después, camino del Tourmalet en el que le sorprende una pájara monumental a cuatro kilómetros de la cima con la que aflora el espíritu de los indomables, "llego como sea, yo no me bajo", promete, un coche le obliga a frenar y desviar su trayectoria y responde maravillosamente-. Es todo piel y hueso el chico. Las piernas, dos alambres. Pero poderosos. Subiendo Hautacam, casi siempre sentado, con las manos sobre las manetas de freno, juega con un desarrollo brutal. Un 23 de piñón grande. 39 dientes en el plato. "Éste es el mismo desarrollo que llevaba cuando gané. Siempre fui un escalador de fuerza. Ahora, se lleva más el molinillo. Todo ha cambiado". Se deja envolver por la nostalgia y evoca su niñez. Siempre sobre una bicicleta. Siempre con Ricardo. Gemelos. Cuando ganó en en el Tour, el Mapei le ofreció un contrato mareante. No lo quiso. No había sitio para su hermano. Se quedó en el Kelme. El equipo de la garra, un grupo batallador. Era el ciclismo que les fascinaba a los Otxoa cuando cada verano, cada julio el Tour de Francia entraba en su salón por el televisor. Y con él Pedro Delgado. "Ricardo y yo veíamos a Perico y soñábamos que éramos como él, que corríamos el Tour y que ganábamos una etapa de montaña. Nos decíamos: "Yo quiero ser como él".
RECUERDOS y secuelas Javier va llenando los espacios vacíos de la memoria. Cada vez quedan menos huecos. Va conquistando su pasado. En Hautacam le ayuda el vídeo de la etapa que le consiguió un periodista en dvd porque el VHS que tenía se había quedado, irónicamente, totalmente en blanco. Pero a veces los recuerdos son eso, recuerdos. Fechas, lugares y gente. Relatos sin relieve emotivo. Fotos. Papel. Javier tiene aún afectada su parte emocional por siete edemas cerebrales que perduran y provocan que permanezca impasible ante, por ejemplo, una película. Por emotiva que sea, no se inmuta. Hace dos meses Andoni se le acercó para decirle que su padre, Ricardo Otxoa, tenía una metástasis. Su reacción fue inopinada. Una lágrima le recorrió el rostro. Desde el accidente, Andoni no le había visto nunca llorar. Javier es inexpresivo cuando habla de cosas tan trascendentales que derriten el más de gélido de los corazones. Cuando dice con frialdad que "Ricardo estaba en esta curva", una a la izquierda, y luego se desdice para corregirse, "ah no, era en ésta", poco más arriba. No hay aristas en su voz. Y, sin embargo, se muestra rayano en la pasión cuando habla de ciclismo. Y sonríe cuando se sube a la bicicleta y su sonrisa es aquella tan pícara. Y protesta porque ya no hay ciclistas como Perico o Chiappucci, de los que arriesgaban en la montaña, de los que daban un espectáculo que ahora que está todo más medido, que se corre especulando, sin hacer locuras, ya no existe. Y la queja tiene cuerpo y alma. Como los recuerdos que se le van amontonando cuando Hautacam va cogiendo altura hasta lo que debe ser un balcón maravilloso sobre los Pirineos cuando la niebla no lo inunda todo.
Entonces, la carretera se estrecha y Javier pedalea en mitad de un pasillo de gente. "Estaba repleto, aunque llovía y hacía frío. Yo pasaba por entre la gente pero no veía nada, sólo caras y cuerpos que pasaban". Se puede sentir lo que cuenta. Y al poco, casi arriba, sobre las nubes, siente el aliento de Armstrong, que llega, que viene como un Miura soplando con su molinillo. "Me iba quitando tiempo. Se acercaba y por la velocidad a la que venía yo me preguntaba si estábamos subiendo el mismo puerto. Luego, he visto los vídeos y sigo dudando", dice al entrar en el parking donde estaba situada la meta y ahora no hay más que niebla y algunos coches aparcados, donde se llevó las manos a los labios y las cargó con un beso que lanzó al mismo cielo plomizo que cubre hoy, diez años después, la montaña de los milagros.