Bilbao
Cuanto mayores eran las olas, menos gente había en el agua y más olas había para todos. Las sensaciones, además, eran todavía más intensas". Reflexión para una filosofía.
Todo comenzó como un pasatiempo, en Zarautz, "con olas fáciles", y de manera "gradual", con 5 ó 6 primaveras y con su hermano mayor como imán de atracción hacia un deporte que ya de por sí "engancha". Floreció como una manera más de canalizar la fogosidad de su adolescencia. Pero el surf quedaba relegado entonces para las temporadas estivales, pues por aquella época "todavía no había trajes para niños". Y el frío era freno para la ambición de un bisoño Ibon Amatriain (29-X-1969, Donostia). Así empezó a tallarse su cultura de surf, antes de acometer al gigantismo, de subir al Everest de la mar.
Mundaka era hace más de una década la meca que es hoy en día, centro neurálgico para la actividad del surf, pero su barra acuática, "una de las mejores del mundo", no estaba explotada como ahora, no era aún de uso globalizado, pues solamente unos pocos intrépidos como Amatriain se bañaban en jornadas de tempestuosos oleajes, con tallajes XXL. La desembocadura de Urdaibai colgaba esos días el cartel de reservado. "No hacía falta viajar a Hawai o Australia para surfear las olas con las que habías soñado toda la vida". Sin embargo, el proceso de adaptación a la monstruosidad marítima no era cuestión baladí, pero tomarse en serio la disciplina, "a pesar de que sabía que nunca me iba a dar de comer como deporte", ayudó en la empresa de Ibon, de remarcado carácter osado. "Las olas siempre me han dado miedo, pero si conseguía vencerlo, sabía que iba a poder disfrutar de muchos más días en Mundaka". La valentía era pasaporte, la llave de acceso para disfrutar "como un niño".
El empeño de Amatriain se centró en la formación de izquierdas mundakarra hasta desterrar los temores. Cuando fueron liquidados, enviados a un exilio eterno, su ambiciosa mirada se desplazó a otros lugares. Zonas que "llevábamos toda la vida observando, pero que debido a su tamaño y peligrosidad parecían imposibles de surfear". Entonces, inmerso en la permanente búsqueda de los colosos del líquido elemento, se transformó a imagen y semejanza de los hawaianos, quienes tiempo atrás habían introducido en la práctica motos acuáticas para "remolcar al surfista hasta dejarle en la cresta de la ola, con la suficiente velocidad como para que pudiera deslizarse por la cara de la ola". La innovación casaba con la disciplina, era necesaria para desvirgar unas olas que, como sucede en la getxotarra Punta Galea, aparecen en su máxima expresión tres o cuatro veces al año. La evolución del surf así lo requería. "En 2003, Pukas compró una moto y junto a Mikel Agote empezamos a surfear nuevos lugares", recuerda Ibon, pionero de la naciente modalidad. Fue la revolución, la pasarela hacia, literalmente, mayores metas.
Comenzaron de este modo dos años dedicados al entrenamiento. "Apenas cogimos una ola digna de mención". Sin embargo, tanto Agote como Amatriain se cobraron experiencia, eslabón del progreso. Así hasta que en 2006 llegó un premio como fruto de la persistencia. Con una ola cogida en Playa Gris, entre Zumaia y Getaria, llegó a la final de los premios Billabong. "Hubo una gran repercusión mediática tanto estatal como internacional y eso nos concedió alguna ayuda para realizar viajes". Empezaron a desaparecer las fronteras. Amatriain comenzó a moverse a la caza del oleaje también por Asturias y Galicia, para seguir exportando sus aptitudes sobre la tabla hasta paradisíacos escenarios como Italia, Sumatra, Sáhara, Cabo Verde, Azores, República Dominicana, Tahití... Se vistió de explorador. Ello compaginado con su trabajo en la marca de surf Pukas, donde fabricaba las herramientas para domar las olas. Además, daba rienda suelta al resto de pasiones, "muchas", como el SUP (tabla con remo) o la pesca. El agua, omnipresente para él.
La progresión se mantuvo, constante. Y, de pronto, recibió la invitación para tomar parte en el Eddie Aikau, el campeonato de olas grandes más prestigioso del mundo que adoptó el nombre de un surfista y guardacostas que perdió la vida buscando ayuda para salvar a sus compañeros. Allí, en Hawai, y bajo la premisa de olas superiores a los siete metros, con velocidades de 40 kilómetros por hora, se rodeó de "gente que he admirado toda la vida". Surfistas de la talla de los hermanos Irons, Kelly Slater o Sunny García, "auténticos cracks" que "están a años luz de nosotros". Además, se erigió en el primer europeo en concursar. Fue 21º de 28 surfistas (ganó el californiano Greg Long). Un hito. "Quedar último ya era un buen puesto, así que el 21 era un logro". De esta manera, el cowboy guipuzcoano cumplió su sueño después de haber sido también invitado a la cita surfista de una sola jornada en 2007 y 2008, aunque dichas ediciones no se celebraron finalmente porque las condiciones no llegaron al mínimo exigido de 25 pies. Olas muy diferentes a las que habitualmente bañan las costas, por la "cantidad de agua que mueven, por la forma de romper, por el ruido... Es como si el mar estuviera vivo", analiza.
del susto al trauma Actualmente Ibon se dedica a fomentar lo que más le gusta hacer en la escuela de Pukas, donde instruye a jóvenes, a pesar de que precisamente con el surf atravesó un amargo episodio que a punto estuvo de costarle la vida. "Una vez me golpeó la tabla en la cabeza y casi me ahogo tras quedar inconsciente. Pasé mucho tiempo bajo el agua hasta que mis compañeros se dieron cuenta. Me desperté a los dos días en el hospital y por suerte no tengo muchos recuerdos de aquello", rememora ahora. Y es que es precisamente eso lo que agradece, no poder recuperar de su memoria dicho percance, tenerlo en el cajón del olvido. "Si entras al agua, las olas están por encima de tus posibilidades y tienes una mala experiencia, te puede crear un trauma que puede durar mucho tiempo. Me ha pasado y vas para atrás", sostiene. Es ahí donde cobra relevancia la sesera, la capacidad de la persona, su fortaleza mental, para levantarse del varapalo. "He visto gente muy bien preparada físicamente que es incapaz de coger olas grandes, porque psicológicamente no está preparada. Casi todo está en la cabeza", añade.
Una estructura que se asienta en cimientos como el ejemplo que lanza para dejar ver que, a pesar de lo que pueda parecer, todo el mundo está expuesto a mayores riesgos que los que puede implicar su deporte. "La posibilidad de morirse en la carretera es muchísimo más elevada que la de morirse en la mar", estima. Cuestión de vencer al miedo, de superarlo, de derrotarlo, aunque "siempre está ahí", pero perturbable, dominable. Mientras tanto, "aquí seguimos, aguardando a que se reúnan las condiciones idóneas para ir donde haga falta", prestos a subir las tablas al vehículo y poner pies en polvorosa hacia las volátiles bestias líquidas, esas que, pensó otrora, no podrían ser domadas. Pero resulta que sí.