Era un niño que soñaba...
Astarloa repasa su andadura ciclista, marcada por el Mundial de Hamilton y la prematura retirada
ermua
la cocina, los muebles y el estilo del segundo derecha del número 10 del barrio Santa Ana de Ermua, calles verticales mordidas al monte Urko, son italianos. Fueron transportados en camión desde allí hace cuatro años por Mobili Zanni, la empresa de los Zanni, la familia con apartamento en el corazón de Igor Astarloa, pues fueron ellos los que le adoptaron cuando el campeón del mundo de 2003 en Hamilton se vio en la tesitura de emigrar a Italia para perseguir el anhelo profesional que se le negaba en casa. En la moderna cocina italiana de los Astarloa el aroma es añejo. Huele al café, Baqué, claro, que humea en una delicada tacita. De ella sorbe el ex ciclista mientras la mañana fría y húmeda de enero pasea solitaria por el barrio obrero de Ermua. Santa Ana, Baqué e Italia. Una vida comprimida que Astarloa recorrió hasta ayer, cuando se despidió del ciclismo abrazado a sus vecinos, a lomos de una bicicleta.
Primero, en la galaxia colgante de Santa Ana que el hijo de Begoña Askasibar y Ángel Astarloa recorría cuesta arriba y escaleras abajo castigando una BMX cosida a fuego para unir los tubos de hierro inservibles, por rayados, por golpeados, por defectuosos, que arrojaban a los contenedores desde la cercana fábrica Orbea. Un tesoro para los chicos del barrio; para Astarloa, para Horrillo, el vecino del portal 14, dos años mayor que Igor, igual de travieso. "Éramos unos cabras", reconoce el ex campeón del mundo frente a la fría taza de café que ya no humea, y aita, alerta a su lado, ha dejado escapar un suspiro alargado y entrañable que se acerca mucho a una carcajada de las que brotan espontáneas al descubrir la memoria un tomo arrinconado y empolvado de la vida. Lo abre Ángel: "¿Cabras? Igor era un trasto. Cuando bajaba al bar y su madre me decía que le vigilara, no había manera de hacerlo. Estaba quieto, sin moverse, cuando le mirabas, pero en cuanto te distraías... era fatal. Se escapaba". A jugar. A soñar.
Soñaban, él y Horrillo, con ser ciclistas. Soñaban que eran Lemond, o Indurain, o Virenque, "depende de quién ganara ese día". A veces, con su cuerpecito enclenque arrastraban la BMX cuesta arriba por la ladera asfaltada y robada al monte Urko para tirarse luego por las escaleras triturando la pobre bicicleta, "que se rompía una y otra vez". Otras, corrían al bosque a coger madera para construir una cabaña o hacer brasa para el txitxiburduntzi. Cuando se aburrían, se lanzaban pendiente abajo, abrazados al descontrol, gozando de él y la inocencia en la burbuja de la galaxia Santa Ana.
Creció en la calle Astarloa, como Horrillo y después Aitor Hernández y Aitor Galdós. Allí se curtió, allí se hizo un "buscavidas", como le gustaba llamarle Sabino Angoitia, el director que le catapultó desde el Baqué aficionado al profesionalismo y que supo apreciar en aquel chaval que conoció con melena y haciendo un caballito sobre una Puch Monza de 49, unas cualidades infinitas para la supervivencia. "La primera vez que le vi", recordaba hace escasas fechas el ahora director del Footon-Servetto, "me impresionaron sus ganas, su hambre". No fue reconocido nunca Astarloa por su poderío físico, no era el suyo un motor de caballaje superlativo que se imponía, desalmado, a sus rivales. No era Atila. Espabilado en la calle, en el barrio de Santa Ana, acompasaba un músculo notable y clarividencia inaudita para labrarse un prestigio ciclista que le acompañó desde que devolvió al contenedor los tubos zurcidos de su BMX y los cambió por una bella bicicleta de carreras.
Fue "con once o doce años". Entonces, Santa Ana empezaba a hacérsele estrecho. Apenas le llegaba el aire. Había que volar, destruir los límites. Explorar. Horrilo fue su lazarillo. "Yo era el bohemio, y a Igor eso le encantaba. Así que me seguía", recuerda Pedro. En una carta escrita desde el corazón en las servilletas de papel del bar de una estación de esquí, Astarloa se dirigía recientemente a su amigo ante la irremediable despedida del ciclismo de éste -el destino ha querido que ambos cuelguen la bicicleta al mismo tiempo, Pedro, obligado por las secuelas de la caída que a punto estuvo de costarle la vida en el pasado Giro; Igor, hastiado, descreído de un ciclismo que ya no alcanza a reconocer ni comprender- "¿Recuerdas aquella vez que salimos de Ermua con las bicis de montaña preparadas con las alforjas, los sacos de dormir, el camping gas...? Íbamos rumbo al bosque de Irati. Fuimos por Francia, y la primera noche la pasamos en un pajar. En la planta de abajo dormía un rebaño de ovejas y en la de arriba nosotros, acurrucados en nuestro saco de dormir. Amaneció, pusimos el camping gas en marcha, desayunamos y continuamos nuestro viaje. En Irati estuvimos cinco días en una borda junto al río sin cerradura. ¡Madre mía vaya frío pasábamos por la noche!". Fue una de tantas aventuras, como la del viaje en bici a Extremadura, al pueblo del padre de Horrillo; o las expediciones a Hendaia a comprar revistas de ciclismo que hablaban de clásicas y monumentos y hombres hechos de piedra. "¡Cómo disfrutábamos entonces!", suspiraba Igor en aquella carta.
El mundial, una recompensa Quizás por eso, porque disfrutaba y no le asustaban los retos, no titubeó cuando, ninguneado en casa -"Toqué puertas y nadie me la abrió", recuerda-, tuvo que emigrar a Italia con un currículo imponente y una foto enmarcada de uno de sus triunfos, en Laudio. "Ahora, mirándolo con perspectiva, no echo en falta no haber corrido en un equipo de casa. Lo pasé mal, me tuve que buscar mucho la vida, pero si no lo hubiese hecho, sinceramente creo que no habría ganado el Mundial". Hamilton 2003, donde se convirtió aquella tarde soleada del 12 de octubre en el segundo vasco, tras Olano, en ganar el Campeonato del Mundo de fondo, fue la cima para Astarloa. "En cierto modo", reflexiona, "fue una recompensa que ahora queda como testimonio de que las cosas me han ido bien. Fue algo increíble, una cosa de locos, algo caótico. Tras ganar el Mundial tardé más de dos semanas en volver a casa, a Ermua, donde tuve el recibimiento más emotivo de mi vida". Tras el éxtasis, llegó el desencanto. Astarloa nunca brilló tanto como en aquel 2003 (al Mundial sumó el triunfo en la Flecha Valona). Le pesaron el arco iris y el caso Cofidis que le explotó sin culpa y le obligó a cambiar de equipo en plena primavera. "Creo que no lo hice mal aquel año, tuve buenos resultados, pero es cierto que el arco iris pesa. No es fácil llevarlo", sopesa el ermuarra, una persona de piedra, inasequible a la ternura, al llanto, que sólo recuerda haber cedido ante la emoción sobre el podio de Hamilton. Lo ha heredado de Ángel, imperturbable en la mañana de la despedida del ciclismo de su hijo. "Es que", se justifica, "ya me he hecho a la idea. Igor llevaba dos años de mala manera, en condiciones inaceptables".
La retirada, con todo, es prematura. "Claro, pero los finales llegan, no se eligen. Éste no es el final soñado, tan sólo es un final. Yo no estoy quemado físicamente, no estoy gastado. Es más, creo que si fuese por ese aspecto, podría seguir corriendo hasta los 40 años. El problema es la cabeza. Ya no estoy y esto no es como antes. Se ha perdido el ambiente que había", abunda Astarloa, un niño que soñaba... "con ser piloto de motos. De veras, antes que ser ciclista quería ser motorista. Lo que ocurre es que en Euskadi ser ciclista, que también lo deseaba, era más viable", se sincera el ermuarra, que gastado un sueño, se abraza a otro. En marzo, antes de marcharse en agosto a vivir un año en Miami, pasará un test de pista en Italia para comprobar lo rápido que puede llegar a ser sobre una moto el ciclista que domaba los descensos. "Si los tiempos son buenos, sería bonito poder correr alguna carrera", sueña.