A tres meses de cumplir 75 años y todavía renqueante de una afonía que le obligó a cancelar tres conciertos, Bruce Springsteen inició anoche en el Cívitas Metropolitano su gira estatal de cinco conciertos, tres en Madrid y dos en Barcelona, ante más de 56.000 personas que todavía ahora, horas después, se estarán frotando los ojos, incrédulos, ante el despliegue sincero y eléctrico de un músico sin las facultades vocales, la creatividad insultante y la energía de antaño, pero que sigue “de pie”, sin rendirse, en su papel de superviviente y rozando lo mitológico cuando se sube a un escenario junto a su The E Street Band, para ofrecer tres horas en la que se/nos reconcilió con la vida y el rock sentido como comunidad, entrega y honestidad brutal.
Si alguien esperaba que Springsteen se mostrase comedido en el arranque de esta gira estatal –cinco fechas en total: tres en Madrid, los días 12, 14 y 17, y dos en Barcelona, el 20 y 22–, la sorpresa llegó pronto, 20 minutos después de las 21.00 horas, cuando la banda se adueñó del estadio –él, el último en aparecer, con camisa blanca, chaleco negro y corbata– y descargó, sin piedad, Lonesome Day, un tema menor en su discografía. Ahí se inició el viaje nostálgico y emotivo a un cancionero indispensable en la música popular del último medio siglo, recibido como el agua en tiempo de sequía por casi 57.000 personas de varias generaciones, aunque la mayoría con canas o ya, directamente, viviendo la jubilación.
A pesar de los prejuicios de no pocos de sus seguidores, de su edad, de la lejanía con la que castigan la visión los estadios multitudinarios, de la falta de disco nuevo para la gira y de su producción musical más reciente, que al menos tras años de sequía artística se acercó al notable con el reciente Letter to You, todos nos sentimos redimidos y rejuvenecidos cuando Bruce y su The E Street Band, precisa y ciclopea, hizo sonar ese himno épico a la esperanza y a la resistencia llamado No Surrender, sin los coros de su esposa, Patti Scialfa, que se ha dado de baja este año, al contrario que en la gira de 2023.
La magia a la que el músico aludía en un disco homónimo bastante falto de ella, se hizo presente casi desde que el murmullo de la muchedumbre –la secta Springsteen, sí, casi siempre entregada de antemano– se convirtió en clamor y el rockero le quitó el polvo a la tarima del escenario y lo dio todo al enlazar, en unos minutos plenos de vigor, rock y electricidad, Ghosts, dedicada a sus compañeros que la vida ha dejado en el camino y en la que rugió “I´m alive”, y Two Hearts, con el micrófono compartido con Little Steve. Y aunque se mostró humano al exhibir una voz mermada, desde entonces empezó a dar tanto como recibía de la multitud implorante, necesitada de vatios, de sentir la energía de sentirse vivo, del azote eléctrico de esas guitarras y de la llamada a exprimir la vida y el latir del sexo de su cancionero aunque el día a día de muchos de sus seguidores tenga más que ver con el cuidado de los nietos que con el desfogue adolescente en el asiento trasero de un coche con los cristales titilantes y empañados por la pasión.
En la primera de sus citas madrileñas, un espectáculo que se centró exclusivamente en lo musical, alejándose de la crónica social con la presencia de VIPS del año pasado, y no digamos de los números espectaculares y coreografiados de Taylor Swift, Springsteen volvió a equilibrar la esperada sucesión de éxitos –aunque obvió clásicos como Rosalita, Jungleland, Racing in the Street...– con la presentación de su último disco, Letter to You, el que más le representa en su vejez actual, en el que le canta a la fugacidad de la vida, el amor, la amistad, la muerte y la supervivencia en temas sentidos entre la electricidad y los pasajes acústicos.
Perro viejo y listo como un zorro, convertido en Flautista de Hamelín, eligió con sapiencia un repertorio incuestionable en su primera mitad, con espacio para la hondura de Darkness on the Edge of Town, a cuyas notas más altas le costó llegar, la recuperación de canciones olvidadas de su discografía, del mítico Seeds al también menor pero divertido y hedonista Frankie Fall in Love, que llevaba sin tocar en directo una década, pasando por las versiones de Rockin´ All Over the World –de John Fogerty, no de Status Quo– y el habitual Nightswift de Commodors, homenaje a la música negra y soul vía Marvin Gaye y Jackie Wilson, que los coristas y la sección de metales llevaron a los sonidos gospel y a una tonalidad R&B y soul que se repitió en varias etapas del concierto.
Springsteen –y su banda, que varios decesos han mermado en los últimos años– ya no es aquel animal herido y hambriento de vatios y electricidad de los años 70 y 80, cuando se dejaba la vida en el escenario. Y lo hacía porque hubo un tiempo en el que estar allí, con su guitarra y sus colegas, era la vida para él. Su pasión y esa camaradería alimentada con el paso de los calendarios sigue ahí, pero ahora se vehicula de forma diferente, con una garganta mucho más limitada y un despliegue físico más comedido, pero sin renunciar a las interacciones con el público desde la segunda canción porque, en el fondo, nada tendría sentido sin él y esa pasión compartida.
Veterano pero fibroso aunque con las cicatrices que se proyectan en su cancionero, volvió a mostrarse en magnífica forma física para su edad, algo más alejado de las guitarras que de costumbre y sagaz en la recuperación de canciones incontestables de su discografía poco o nada habituales sobre los escenarios, especialmente la setentera If I Was the Priest, con un solo de guitarra final espectacular de Stevie y una hondura emocional que llevó a las gradas, alumbradas con los móviles, al borde la lágrima. Conocedor de sus cartas, llevó al éxtasis al fan con Hungry Heart y se lució con la interpretación de dos baladas míticas de su discografía: My Hometown, que bordó, y The River, a la que le costó llegar.
No faltaron algunos de los temas más importantes de sus mejores tiempos, los años 70, como Because the Night, con el solo habitual y virguero de Nils ‘Crazy Horse’ Lofgren dando vueltas como una peonza, The Promised Land, un Backstreets al que le faltó prestancia vocal aunque cerrara los ojos y buscara la potencia de su garganta exprimiéndose hasta la entrañas, y el mágico She´s the One, donde la batería de Max Weinberg, como en casi todo el concierto, retumbó como una ametralladora, certera y potente.
Karaoke sin sorpresas
Fueron tres horas de concierto y un total de 30 temas que fueron desgastando la gargante del rockero, que, cada vez más mermado, removió los cimientos del Metropolitano con la interpretación de Wrecking Ball antes de la llegada del karaoke colectivo, esa larguísima recta final donde Bruce agrupa esas canciones exigidas por el público mayoritario, de The Rising a Badlands, Thunder Road, Born to Run y Dancing in the Dark, en ocasiones aceleradas, como si la voz del estadounidense exigiera llegar rápido al final para descansar cuanto antes.
En un final en el que se le vio sufrir y al que llegó sin apenas fuelle vocal, Bruce nos regaló maravillas como Bobby Jean, uno de los cantos a la amistad más emotivos de la música popular, el himno de culto Land of Hope and Dreams, arrolladora declaración de principios y de resilencia, y Tenth Avenue Freeze Out y Last Man Standing, esos recuerdos, ya sin chaleco y con una rosa roja pegada al micrófono, a quienes se quedaron en el camino: el teclista Dany Federici, el saxofonista Clarence Clemons, sustituido en la banda por su ya más que integrado sobrino Jake, y George Theis, con quien formó su primera banda, The Castiles, en la adolescencia.
Arropado convenientemente por las voces de su banda y, especialmente, por los coristas de color de la gira, Springsteen logró llevar la fiesta, con las luces del estadio encendidas desde hacía tiempo, a su apogeo máximo con Twist and Shout, en la que demostró su capacidad de entertaiment. “Creo que es hora de volver a casa”, bromeaba con Stevie y la audiencia. “Max, tu culo está cansado ¿verdad?”, le decía batería. Y el público que no, exigiendo más y más; y él, dándoselo. El inevitable final llegó con él en solitario, en su faceta más folk y con armónica, con la interpretación de I´ll See You in My Dreams, traducida al castellano, donde se oyó “la muerte no es el final”.
Ajado y mermado, lo volvió a hacer, dejó otra noche para el recuerdo a sus casi 75 años. Se despidió confesando amor a Madrid y sus fans. Sonó a despedida aunque él siga muy vivo, y tuvimos la impresión de que volvería a lograr la hazaña aunque estuviera en una silla de ruedas y se acercara a las 100 años, porque esa comunión lograda en el último medio siglo pervivirá siempre. Hasta que él o nosotros, dejemos de respirar. Incluso después porque, es un ya un hecho, su obra sobrevivirá a su muerte.