“Si te digo la verdad, Javi, no me siento reconocida. En la primera época, en la que fui una de las pioneras, puse toda la carne en el asador y ahora, no sé por qué, algunos ni me citan”, me confesó Maite Idirin la última vez que tuve la oportunidad de charlar largo y tendido con ella, hace más de diez años. A pesar de que en varias ocasiones nos habíamos cruzado mensajes breves conminándonos a quedar para ponernos al día, las respectivas agendas -sobre todo, la mía- nos lo impidieron. Imaginen mi sentimiento de culpa al leer en la web de EITB que este sábado nos había abandonado, tan discretamente como vivió en sus últimos años en ese remanso de paz que era su casa en Angelu.

Supongo o, por lo menos lo espero, que aparecerán notas necrológicas dando cuenta de su trayectoria vital, así que no me extiendo en detalles. Solo dejo constancia de que la joven inquieta nacida en Zeberio en 1943 empezó a cantar en el legendario año de 1968. Una actuación de Atahualpa Yupanqui en el teatro Buenos Aires de Bilbao unos meses antes fue el empujón definitivo a su carrera musical. Prácticamente levitando ante las magnéticas canciones del argentino, Maite supo por dónde quería orientar su trayectoria. No quería cantar las tonadillas yeyés que se estilaban en la época sino poner en su garganta mensajes comprometidos con la libertad y con su tierra, Euskal Herria, de la que ya tenía conciencia por entonces.

Aresti le tradujo a Yupanki

Según me contó, le costó poco convencer a Gabriel Aresti para que le tradujera algunos temas de Yupanki con los que ella compuso la base de su incipiente repertorio. Varias de esas canciones las defendió en un inolvidable recital en Ondarroa, junto, entre otros, a Benito Lertxundi, con la Guardia Civil entre los espectadores, después que que los censores hubieran pasado la guadaña a las letras. Pero ni entonces ni en ocasiones posteriores Maite se arredró. Siguió cantando lo que entendía que tenía que cantar y el resultado fue el esperado: antes de ser detenida por las fuerzas del orden franquistas, tomó un barco que la llevó a Baiona.

El viaje, hexágono arriba, siguió hasta París, donde tuvo que buscarse la vida cantando lo que fuera en cafés-teatro del Barrio Latino. Eso fue justo después de que el general De Gaulle aplastara con sus fuerzas de seguridad pero también con una incontestable victoria electoral la penúltima rebelión romántica, la de mayo del 68. Idirin pisó aquellos rescoldos revolucionarios, en los que tuvo la oportunidad de escuchar a Jean-Paul Sartre a un par de metros de distancia. Por esos días, también comenzó su carrera de Sociología en la universidad de Vincennes, una especie de Sorbona de nuevo cuño.

En esas peripecias parisinas, Maite conoció al amor de su vida, el ataundarra y también sociólogo, Jokin Apalategi. Con él se casó en 1971 en Bidart y, seis meses después, repitió la ceremonia en París. De ese enlace nació Ur Apalategi Idirin, prolífico escritor e investigador de nuestras raíces. Katea ez da eten.

Descanse en paz Maite, mi querida amiga. Yo sí te reconozco. Y te quise mucho.