Pablo Berger (Bilbao, 1963) recoge en su ADN y en el de sus películas la historia de una vocación. Con una mente inquieta y un corazón vibrante, ha presentado ya cuatro cintas que nada tienen que ver entre ellas y que, sin embargo, comparten una característica común: éxito. En esta ocasión Robot Dreams cuenta con cuatro nominaciones a los Premios Goya y el galardón a la Mejor animación europea. Todo ello es consecuencia de una vida destinada a cumplir su vocación: contar historias.

¿Cómo nació ‘Robot Dreams’?

-La película está basada en la novela gráfica de Sara Varon, que también se titula Robot Dreams. La leí en 2010 y me cautivó la historia: era original, divertida, emocionante… Se convirtió en una de mis lecturas favoritas, pero nunca pensé en hacer una película. Tras hacer Blancanieves (2012) y Abracadabra (2017), releí la novela gráfica y acabé conmovido. Entonces me dije: “si después de tantos años la historia sigue vibrando en mí, quiero hacer una película sobre esto”.

La novela de Varon es muda, ¿qué le ofrece a usted como director respetar esa ausencia de la palabra?

-Que Robot Dreams no tuviera bocadillos fue uno de los aspectos que más me atrajeron. En 2012 yo había sacado Blancanieves, que no tenía diálogo, y me pareció una experiencia maravillosa a nivel creativo y personal. Estaba buscando una nueva oportunidad de encontrar un proyecto que pudiese imitar esa dinámica del silencio. Para mí el cine se escribe con imágenes porque es lo que lo hace único y distinto de la literatura y el teatro. Quizá soy un terrorista cinematográfico [bromea], pero soy fiel defensor de que la escritura solo puede ser con imagen y no con palabra.

Parece que esa idea le lleva acompañando con los años. En 1988 hizo ‘Mama’, un cortometraje que también se inspira en un cómic…

-Sí, es una historia corta de Phillippe Vuilemin que se publicó dentro de un semanario. Yo crecí con el cine, pero también con los cómics. Por un lado, iba a ver películas los fines de semana y, por otro lado, me acercaba a los quioscos para comprar cómics y los devoraba. De alguna manera se asemejan mucho a los storyboards de una película: hay planos y ángulos, iluminación o incluso elipsis, que son los cortes entre viñetas. Así como mi primer corto profesional se basó en un cómic, mi primer corto amateur, Super 8, también fue una adaptación.

La historia de Dog y Robot se sitúa en el Nueva York en los años 80, ¿por qué en ese espacio y tiempo?

-La novela gráfica se desarrolla en una ciudad americana, pero no se identifica cuál es. Para mí fue importante reconocerla como Nueva York porque podía construir una película mucho más mía porque yo viví allí durante diez años. Me gusta pensar que mi película tiene tres protagonistas: Robot, Dog y Nueva York. También me gusta la idea de que el espectador, cuando compre su entrada y vea el largometraje, viaje en el tiempo a una ciudad que ya no existe, que es el lugar del que yo estuve enamorado. Sin duda, la película es mi carta de amor a Nueva York.

Es muy generoso dejar una parte de usted en cada película...

-¡Al contrario! Los directores somos bastante egoístas [se ríe]. Cuando diseño una película quiero que el espectador esté concentrado en lo que ve, sin ningún tipo de distracción. Para mí el cine es una experiencia catártica si el espectador se mete en la pantalla y deja de ser él mismo para ser uno de los protagonistas de la película. Yo quiero apostar por un cine que sea más sensorial y menos intelectual.

¿Por qué escogió ‘September’ como banda sonora de la película?

-Es una canción que encaja muy bien con Robot Dreams. La historia se desarrolla de septiembre a septiembre en los años 80, la era dorada de la música disco. Desde el primer borrador del guion, Robot y Dog van a patinar a Central Park. Yo creo que todas las relaciones tienen una canción, por lo que September es para mí el resumen de lo que sería una historia de amor y, además, las primeras tres palabras [“Do you remember…”] tocan de lleno el tema principal de la película: la memoria como bálsamo para enfrentarse a una pérdida.

El final es algo distinto a lo que el público puede esperar.

-Para mí es un final feliz. Acaba como la vida misma; no podía ser de otra manera. De hecho, yo creo que si la novela gráfica no terminara así, yo no habría hecho esta película. Ese final me habló, me sacó las lágrimas y pensé que esto también le podría suceder al espectador. La película es un viaje interior, un recuerdo, que acaba de una manera muy humana porque ha vivido ese proceso.

Cuatro nominaciones a los Goya, cinco a los Annie, premio a la mejor animación europea… ¿Cómo está viviendo esta gran acogida?

-Con una sonrisa permanente. Afortunadamente, Robot Dreams gusta mucho al público. Para el equipo, por ejemplo, fueron vitales el Premio del público en Sitges y el Premio a la mejor animación europea, pero las nominaciones también nos emocionan. En especial los Annie, que son los grandes premios de animación. Que esté nominado en la misma categoría que Miyazaki es un honor. Este proceso es muy luminoso y ojalá que nos acerque a la carrera de los Oscar.

¿Cuál considera que es el sello de Pablo Berger?

-Me gustaría pensar que si hay espectadores que han seguido mi trayectoria, crean que mi objetivo siempre ha sido sorprender. Torremolinos 73, Blancanieves, Abracadabra y Robot Dreams no tienen nada que ver entre ellas y, sin embargo, las cuatro son mías. Yo hago las películas, en primera instancia, para mí y no quiero aburrirme. Es cierto que tienen un ADN común, que es una historia dramática donde hay amor, humor y emoción, pero, sobre todo, hay mucha música. Esos ingredientes siempre están en todas mis películas, aunque su aspecto es distinto. No pretendo hacer que mis películas sean reconocibles. Otra cosa que me interesa mucho es la imagen y, por tanto, la ausencia de voz. Los diálogos suelen ser escuetos porque en mis películas prima el poder de la imagen y la música.

¿Cómo un chico de Bilbao llega a Nueva York y logra esta trayectoria como cineasta?

-El cine siempre ha sido parte de mí. Quizá porque la climatología del norte siempre anima a ir al cine [se ríe]. Yo crecí en las salas de cine y recuerdo que la primera noción que tuve de que había alguien detrás de las cámaras fue cuando vi Tiburón, de Steven Spielberg. Por otro lado, me viene a la cabeza Moebius, que es sin duda el mejor dibujante de todos los tiempos. Para mí los directores somos contadores de historias, somos el resultado de lo que hemos consumido, y yo siempre quise fijarme en todo y estar alerta a lo que estaba sucediendo a mi alrededor. Era un niño curioso. Hoy en día sigo con esa dinámica. En cuanto a Nueva York, a finales de los 80 saqué Mama, que es un corto que tuvo mucho éxito, o al menos el suficiente para que ganara el festival de Alcalá. Tuve la suerte de que me dieron una beca de la Diputación de Bizkaia, por lo que con 25 años me fui a estudiar Cine a Nueva York. Fue una experiencia vital porque aprendí todo sobre cine y dejé mi vida y descubrí que había un mundo fuera de la casa de mis padres de Bilbao. Tras diez años allí, escribí mi primer guion, Torremolinos 73, que me trajo de vuelta a España. Lo recuerdo con mucha nostalgia, como Dog. Yo también fui ese perro solitario que conoció el amor, el desamor, la amistad…

¿Tiene algún proyecto en mente?

-Ahora estamos con la promoción internacional de Robot Dreams y me toca seguir con megáfono en mano acompañando a Robot y Dog por el mundo. Y lo hago feliz, pero tengo ganas de que el ritmo baje y ponerme con un nuevo proyecto. Desde luego, llevará mi ADN, pero ante todo quiero sorprenderme. Si no me da miedo el proyecto, si no tengo un aliciente, no va a funcionar. Me gusta mucho salir de mi zona de confort.