Si tienes al menos medio siglo a tus espaldas puede que recuerdes a El Cacheiro, El Rata, El Angelillo, El Amancio, El Remache o El Tarzán. Ellos protagonizaron múltiples peleas en chicharrillos, discotecas y autos de choque, robos de coches y moticos, asaltos a bancos y comercios... Aquellos jóvenes quinquis protagonizan ¡A TOPE! Cuadrillas, gamberrismo y delincuencia juvenil en el Gran Bilbao (Ediciones Sirimiri), crónica que narra las andanzas de un colectivo –mayoritariamente masculino y originario de barrios marginales– que vivía “al límite, sin pensar en el mañana” hasta que llegaron la heroína y alternativas a la calle como los gaztetxes, radios libres y grupos de música, ecologistas e insumisos. “No quedaba otra que buscarse la vida; y eso hicimos”, explica uno de ellos.

Heras-Gröh (Bilbao, 1972), músico en Bonzos y The Painkillers y autor de los libros Lluvia, hierro y rock&roll, Getxo Sound y La atracción del abismo. Auge y caída del consumo de heroína en Euskadi (1970–2000), acaba de publicar ¡A TOPE!, una vertiginosa mezcla de trabajo arqueológico de archivo fotográfico y periodístico sobre la delincuencia juvenil en el Bilbao Metropolitano de la segunda mitad del siglo XX, enriquecido con artículos de la época y testimonios de supervivientes y testigos.

Una época no tan lejana, pero condenada al olvido que Heras-Gröh rescata con “una mirada auténtica, respetuosa y libre de prejuicios” sobre un periodo cuyos “modos de vida, sensibilidades e inquietudes fueron barridos, en la mayoría de los casos para bien, por la avalancha incontenible de avances tecnológicos, cambios políticos y vaivenes sociales y económicos que han definido el devenir de las últimas décadas”.

¡A TOPE! no busca ser “un estudio exhaustivo, ni un trabajo de investigación, sin perjuicio de que sus páginas alberguen reflexiones históricas y sociológicas sobre sus causas”, explica su autor, que lo ve como “una aproximación informal a estos temas: un compendio cronológico de testimonios, imágenes y noticias de prensa que nos descubren un Bilbao poco conocido y, en buena medida, olvidado”. El escritor ejecuta el trabajo –con estética de cómic en su portada y maquetación de fanzine en su interior– sin ejercer “juicios morales y análisis críticos a pesar de la dureza, el drama social y humano” de la situación, y poniendo el foco “en relatos curiosos y noticias sorprendentes”.

Emigración y pobreza

Heras-Gröh inicia el repaso, una combinación de historia oral y crónica de sucesos, a finales de los 50, con los flujos migratorios de la posguerra que acabaron en Bilbao y su entorno, y la posterior alienación y desarraigo de las poblaciones periféricas, especialmente entre los jóvenes del baby boom. Así surgió San Inazio y las chabolas de infravivienda, que llegaron a ser 5.000 en 1960, donde se hacinaban más de 26.000 personas. Y lo mismo en Uretamendi, Monte Cabras, Monte Banderas, Campa de los Ingleses, Monte Caramelo, La Peña, El Peñascal, Masustegi… Y Otxarkoaga, a partir de 1961.

“Pelearnos nos parecía normal”, explica en el libro Carlos López, escritor de Rekaldeberri. Esos colectivos tenían muy desarrollado su orgullo de barrio y el concepto de territorialidad, y los conflictos fueron constantes en los 60, primero en los chicharrillos de La Casilla –“cualquier excusa valía para empezar el lío”, según López–, Getxo, Erandio, Plentzia, Basauri o Ezkerraldea. Algunos de sus protagonistas acabaron en reformatorios, con palizas y acosos sexuales incluidos.

En los 70, las pandillas juveniles de El Dandy, El Madriles o el boxeador Tinmar impusieron la ley del garrote. Las peleas se volvieron más violentas con el uso de cintos “enrollados en el puño y golpeando con la hebilla”, navajas, porras, bates de béisbol, nunchakos… El doctor en Historia Contemporánea por la UPV/EHU Iñigo López Simón le explica a Heras-Gröh que “el problema de la delincuencia juvenil en los barrios más desfavorecidos empezó a crecer de forma visible” con bandas que se dedicaron a la comisión de delitos para sobrevivir y también disfrutar de objetos de ocio. La sustracción de vehículos se dobló, pasando de 15.000 a 30.000, y crecieron los robos con intimidación en la calle y negocios.

Desmadre en los 80

“Tampoco pienses que éramos unos salvajes. Aunque nos dábamos buenas hostias, casi siempre había un punto de nobleza, de no cebarse con el que perdía”, le explica al autor Yoyi, vecino de Otxarkoaga, al narrar el traslado a la calle de la violencia que se vivía en el colegio y en casa. Y después de que las peleas pasaran de los chicharrillos a las discotecas, todo “se desmadró en los 80”, según Andoni, vecino de Sestao, que recuerda a los quinquis robando la paga a los niños o en tiendas, los robos a bancos entre disparos policiales, cuchilladas varias e, incluso, alguna violación, situación que provocó la aparición de grupos vecinales de vigilancia, con los comerciantes al frente.

Llegaron los “nuevos políticos” a los ayuntamientos y se popularizaron nuevas formas de ocio de la cultura juvenil, pero en los barrios pobres no había dinero para televisiones, ropa, vídeos, comida… “No todos los jóvenes tenían la misma capacidad económica para acceder a esas nuevas formas de ocio y consumo. Acabó primando la voluntad de vivir al límite sin pensar en el mañana”, según Simón, que alude a la llegada de la heroína como “democratizadora de la delincuencia al no hacer distinción de clase”.

“El paro y el mundo de la droga fueron los dos grandes focos de la delincuencia”, explica a Heras-Gröh Fermín Hernández, magistrado de la época, al tiempo que recuerda que “se triplicó el número de procesos penales” entre 1975 y 1984. El paso del tiempo provocó que la droga arrasara prácticamente con “todos los paleros, macarrillas y quinquis” que se engancharon, según Javier Cámara, artista plástico bilbaino. Los planes de rehabilitación de toxicómanos, las ayudas sociales y la demanda de mano de obra de la construcción también contribuyeron a la bajada de la delincuencia.

El clima político de finales de los 80, con jóvenes organizados de manera autónoma y alternativa en torno a la ecología, la insumisión, la música, las radios libres o los gaztetxes también contribuyó al descenso de la violencia. “¿Que si me arrepiento de algo? ¡Qué va! Viví aventuras y situaciones increíbles, y me lo pasé de puta madre. Jamás hice nada con intención de hacer daño a nadie”, explica el santurtziarra Luis El Grillo, que recuerda “la época dura” que le tocó vivir. “No había prestaciones sociales, ni VPO, ni ayudas para el alquiler, ni dinero por estar parado. Si venías de una familia pobre, estabas jodido. No te quedaba otra que buscarte la vida; y eso es lo que hicimos”, concluye.