El Teatro Victoria Eugenia de Donostia acogerá esta tarde (18.30 horas) el acto inaugural del centenario de Eduardo Chillida. A pocos metros, en la suite que el Hotel María Cristina ha rebautizado con el nombre del escultor donostiarra, su hijo y director de la Fundación Eduardo Chillida-Pilar Belzunce, Luis Chillida, habla sobre su padre.

El centenario coincide con un temporal de frío y cuando nació Eduardo Chillida también se produjo un temporal. Parece una señal.

—Sí (risas). Mi padre siempre contaba que el día que nació hubo un grandísimo temporal y que se hundieron varios barcos en la bahía. Le hacía ilusión decir que había llegado en medio de una tormenta. Ahora llega otro temporal, pero eso es algo ajeno a nosotros (risas).

Hace dos años celebraron el 20 aniversario de su fallecimiento con unos pequeños actos porque preferían esperar al centenario de su nacimiento.

—Preferíamos celebrar la vida más que los 20 años de su muerte, que nos resultaban mucho más duros. Es más bonito pensar en celebrar la vida. La vida de un artista como fue mi padre continúa, de alguna manera, con nosotros. Sigue su obra y su trabajo, y siempre lo tengo presente. Un siglo es muchísimo tiempo, pero es que, además, ha sido un tiempo en el que han pasado muchísimas cosas y momentos. Si ponemos cada obra de mi aita en su contexto y en lo que sucedía en nuestra sociedad como, por ejemplo, en los años 50, nos damos cuenta de que rompió muchas barreras. Siempre he pensado que su obra es muy atemporal. Todos sus planteamientos siguen en la humanidad: la paz, la tolerancia, las relaciones humanas, la libertad... Todo ello estuvo en su cabeza durante años y siguen estando presentes hoy en día. Con este centenario, las nuevas generaciones quizás puedan entrar en contacto con ese pensamiento. En el 80% del tiempo en el que trabajó mi padre, ¿quién veía una exposición? No había tantas comunicaciones ni se llegaba a tantos sitios como ahora. Existe la oportunidad de abrir una puerta a estas generaciones para que lo vean y luego puedan reflexionar sobre ello y sobre el arte en general.

¿Cree que las nuevas generaciones conocen a Eduardo Chillida y su legado?

—Creo que en parte sí, pero conocer es muy difícil. Como decía mi padre: “Incluso dentro de lo conocido siempre hay algo desconocido”. Yo paso mi vida con su obra y me sigue sorprendiendo. Igual conocer no se puede, pero sí disfrutar, ver y analizar. Este centenario nos da pie a ello.

Su aita también decía que el arte no se puede enseñar.

—El arte nace de las ganas de aprender, de lo que no has hecho. No consideraba que era algo que alguien te podía enseñar. Siempre decía que si haces algo que lo sabes hacer porque lo has aprendido, no puede ser arte porque arte es adentrarte en lo que no sabes y en sorprenderte tú mismo con lo que estás haciendo. La frase suya de la obra “puede ser de mil maneras, pero solo de una” es ese proceso de trabajo en el que las cosas van cambiando. Se trata de escuchar el presente y el momento en el que se trabaja, que sigue existiendo hoy en día, pero que la gente quizás no piensa tanto en ello. Para mi padre el presente era un gran interrogante porque era el choque entre el pasado y el futuro, pero que cuando piensas en él, ya es pasado. Era un hombre muy anclado en el presente y en estar atento a lo que pasaba.

Esa inquietud, junto a sus otras pasiones más allá del arte, permiten acercarse a su obra desde diferentes perspectivas. Quizás eso le hace ser tan atemporal.

—Sí. No hay más que ver todo lo que trabajó con logotipos de un montón de cuestiones, desde la central nuclear de Deba hasta la amnistía, Kutxa, Eusko Ikaskuntza, el Orfeón Donostiarra, la Universidad Pública del País Vasco... Eran temas importantes para él y por los que merecía luchar. Hoy damos por hecho que tener una universidad es lo más normal, pero hubo momentos en el que había que luchar porque existiese. La obra de mi padre es muy reconocible. La ves y dices que es Chillida. Solía decir que trabajaba en un universo muy pequeño y que en su trabajo pasaba muchas veces por los mismos conceptos e ideas, pero, de alguna manera, en una forma de espiral. Cada vez que pasaba, lo hacía en otra altura de formación mental. Se consideraba un rumiante porque seguía dando vueltas y vueltas. Eso fue lo que le llevó a que fuera reconocido mundialmente.

A la hora de comprometerse con esas cuestiones sociales, ¿pensaba en las posibles repercusiones que pudiera tener en su obra?

—Lo hacía encantado porque creía en esas causas. Además, siempre tenía muchos amigos que estaban implicados. Se juntaban y le decían a ver si hacía el logo y él lo hacía. A cada uno le tocaba algo.

¿Su aita era de planificar o lo hacía más por impulso?

—Era por intuición. Por ejemplo, siempre le interesó mucho más la obra pública porque era una obra que pertenecía a todos y que, de alguna manera, la gente la podía hacer suya. Para él, lo que es de uno es casi de nadie. Una obra que tiene un coleccionista en su casa es suya y nadie la ve ni la disfruta. Además, una obra que está en un espacio público tiene muchas más complicaciones y a él nunca le gustaron las cosas fáciles. Siempre cogía el camino más complicado a la hora de trabajar. La obra en un espacio público siempre se está enfrentando a la crítica. Si lees la prensa cuando se hizo El Peine del Viento verás que la gente se preguntaba cómo podían estar haciendo eso en un lugar donde se tendría que haber hecho un aparcamiento para la playa. El Peine del Viento ni tan siquiera se inauguró. Le quitaron las vallas y listo (risas). Una vez le preguntaron a ver qué le parecía que no se hubiera inaugurado y dijo: “Si lo han inaugurado el viento y las olas”. En esos proyectos públicos, al final, es la propia obra la que se defiende. Ahora, con motivo del centenario, me han llamado para hablar de muchos lugares en los que hay obra suya como Sevilla, Gijón o Barcelona. Las obras públicas son las que mayor reconocimiento le han dado a mi padre. Incluso hay gente que viene al museo y pregunta: “Pero, ¿también hacía esculturas pequeñitas?” (risas).

Siempre tuvo claro que no quería que Chillida Leku fuese un mausoleo.

—Quería que estuviese vivo. Mi padre disfrutaba mientras hacía las obras. Cuando las acababa, pasaba de esa obra y se centraba en la siguiente. Un día le preguntaron cuál era su obra favorita y respondió que siempre era la que estaba haciendo. Cada una ha sido favorita en el momento en el que la hacía, pero luego se centraba en lo siguiente.

¿Quizás en estos años el peor momento fue cuando el museo estuvo cerrado?

—Fue también un periodo de reflexión y de ver a dónde íbamos como proyecto. Mi madre estaba viva, pero ya estaba muy mayor. La gente venía bajo cita y no había año que tuviésemos que atender a menos de 4.000 o 5.000 personas. Estaban los jardineros que mantenían limpio el entorno, pero no había personal y les atendía yo directamente. Aún así, siempre tuve la intuición de que la ayuda nos iba a llegar de fuera, y contar con Hauser & Wirth ha sido una maravilla porque ha dado un nuevo impulso y nos hemos actualizado al siglo XXI.

Se ha referido a su madre, Pilar Belzunce. No se puede entender la vida y obra de Eduardo Chillida sin ella.

—En absoluto. Cuando hablo de uno hablo del otro. Toda la parte práctica del trabajo la llevaba mi madre. Mi padre se iba al estudio y pensaba en sus obras, pero no desperdiciaba ni un poco de su tiempo en cuestiones prácticas. Como padre no sabía si estabas estudiando o no, ni dónde estabas. No le importaban nada esos temas, solo que estuvieses contento y bien. Con su trabajo, necesitaba un tiempo para la reflexión que solo era posible gracias a mi madre. Por eso creo que es justo decir que era un trabajo de los dos.