Cuando nacemos, naufragamos de nuestras madres. ¿Cómo temer al mar tras eso? Si una nao se desencuaderna entre las olas, y a fe mía que sé de lo que hablo, siempre restan tablas de la obra viva y barriles flotando a los que asirse. O el leño del trinquete. ¿A qué nos podemos agarrar al ser paridos salvo al llanto? ¿Qué es la vida excepto una singladura entre naufragios?
Me toman por héroe. Por el valiente que completó la circunnavegación de la Tierra. Por el sabio que demostró que nuestro firme y los océanos, hielos y desiertos forman una esfera. “Sois Elcano, el hombre del siglo”, me dicen. Solo formé parte de una tropa de desesperados que pusieron proa al oeste en agosto de 1519 y echaron el ancla por última vez en septiembre del año 1522 de la era de nuestro Señor. Sobreviví tras mil amaneceres buscando la puesta del sol. No hay gloria en tal labor.
Tropecé con Fernando de Magallanes a finales de 1518 en ese pozo de ambiciones que sigue siendo Sevilla. Todo el mundo susurraba palabras que sonaban a oro, seda y especias. Quien no conocía a un piloto que había llegado de las Indias cargado de plata, tenía un primo patrón de falúa que traficaba con negros del sur. Aquél sur lejano en el que las estrellas cambian el cielo y las corrientes resultan tan impredecibles como los designios del Altísimo. Pero la gran mayoría, solo traíamos agua en la faltriquera. Ni una blanca, ni un escudo. Y muchos, deudas con la justicia o con los prestamistas.
Yo, el primogénito de Domingo Sebastián Elcano y Catalina del Puerto, a mis 42 años de edad, ya acarreaba naufragios. Conduje mi nave y mis hombres a las tomas de Mazalquivir y Orán, en tierras de moros, que comandó el Cardenal Cisneros. Y lo mismo hice, a las órdenes de Gonzalo Fernández de Córdoba, en las guerras contra los venecianos. Jamás nos pagaron las soldadas prometidas por el Gran Capitán. Saldé las de mis hombres con un préstamo que pedí a una buena familia saboyana. Nunca lo pude restituir. Tuve que entregar la nao, que era mi vida y mi oficio. Los saboyanos, banqueros de ralea, fueron inclementes.
Magallanes me habló de su plan. De las cartas de navegación portuguesas que guardaba en su cofre, de los viajes de maese Colón, de los céfiros que hincharían nuestras velas. De las sacas de florines que nos aguardaban. Nadie dijo nada de circunnavegar la Tierra. ¿A quién le importaba eso? Lo principal era establecer una ruta, trazar una carta, por los océanos que el Papa Julio II había otorgado a las coronas de Castilla y Aragón en su interpretación del Tratado de Tordesillas. Había que alcanzar las Molucas surcando mares que no fueran dominados por los portugueses. Los lusos poseían los estuarios y zonas de aguada y aprovisionamiento de la costa africana en la Mar Océana y también una vez doblado el Cabo de las Tormentas. Suyo era el monopolio de las especias. Y había que arrebatárselo. Una fortuna esperaba a quien lo lograra.
Lo cierto es que a mí se me daban cinco. Lo mismo me era enrolarme hacia las Indias que izar trapo rumbo a las Molucas y Catay. Fuera por el Este o por el Oeste. Pero Magallanes buscaba desesperados que fueran hombres de mar y se esforzó en convencerme. Así fue como me vi con el cargo de maestre de la Concepción al soltar amarras de los fondeaderos de Sevilla. Y volví como el primer capitán que completó la vuelta al mundo.
Pude embocar el puerto de Sanlúcar de Barrameda en el puente de lo que restaba de la destartalada Victoria. Éramos 18 los vivos. Partimos 239 en cuatro naves. Nos mataron las tormentas, los fríos y los calores, el hambre, la sed, las enfermedades, los arcabuces de los portugueses y los dardos de los indígenas. Pero, sobre todo, nos matamos entre nosotros. Durante tres años, nos traicionamos, peleamos, conspiramos y amotinamos. Hubo quien olvidó la misión. Y quien se olvidó de sí mismo. Hubo quien enloqueció y quien jamás entró en razón. Hubo quien no había querido partir y quien jamás deseó retornar. A eso le llamamos dar la vuelta al orbe.
En la Corte, secretarios, cancilleres y escribas me afearon que tratara de tú al emperador Carlos, a quien Dios guarde muchos años. ¿Qué mares ha visto el emperador desde que cruzó el Golfo para llegar de Flandes a la corte de Valladolid? ¿Qué tierras? ¿Qué gentes? ¿Ha navegado entre peces que vuelan como pájaros? ¿Ha rezado a las ánimas para que se apaguen los fuegos de San Telmo aferrados a la cofa del palo mayor? ¿Ha sobrevivido masticando cuero y serrín? ¿Ha acuchillado a un marinero mirándole a los ojos y sintiendo su sangre caliente correr por la mano propia? Yo sí. ¿A quién debo tratar de majestad o vuecencia tras todo eso? Y más si le entrego una carga de especias de las Molucas por valor de ocho millones y medio de maravedíes. Y también le dono una ruta segura a las islas de las especias por mares de Castilla.
Pisé Getaria de nuevo cargado de muerte en lugar de oro. No he visto aún la renta anual de 500 ducados prometida por el emperador. De los 35 vizcaínos de la expedición, somos Juan de Zubileta, Juan de Arratia, Juan de Acurio y yo quienes nos contamos entre los vivos. Todos Juan. Traje a Getaria 31 direcciones a las que dar la mala nueva y 31 parroquias en las que encargar misas por sus almas. Así lo hice. De difunto en difunto.
Ahora me quema el ansia por volver al mar. Y naufragar de nuevo. ¿A quién le importa la paga? ¿A quién si la Tierra es redonda o plana? Recibí carta de García Jofre de Loaísa dándome noticia que prepara una nueva partida para las Molucas. Esta vez con hombres de armas. Necesita gente bregada en la ruta. Llevaré conmigo a Andrés de Urdaneta, de Villafranca, para que aprenda de naufragios.
Izar trapo hasta hundirnos para siempre. ¿Qué más nos queda?