SABINA de la Cruz maldecía los libros de Derecho que tenía frente a ella cuando su madre la rescató anunciando que varios amigos de la Asociación Artística Vizcaína se habían presentado de visita. En la sala se encontró a Agustín Ibarrola con otras nueve personas. Una de ellas era un desconocido. “Era de un atractivo total. Muy serio, pero con unos ojos y una mirada tan profunda? Ya no le pude mirar más de lo impresionada que estaba”. Era Blas de Otero, el mismo al que había leído con admiración, saboreando cada verso hasta el punto de tener que viajar a Francia para conseguir uno de sus libros censurados en España y traerlo a casa escondido en la ropa interior. Era 1961. El poeta regresaba de París para, sin saberlo, cambiarle la vida.

Blas de Otero conoció a los 45 años a la mujer que terminaría dándole la paz interior que tanto había buscado. Nació en una familia de tradición naviera, pero los intereses de su padre, un importante comerciante del metal, se vieron truncados por la II Guerra Mundial y la familia intentó enderezar la situación en Madrid. Pero el infortunio se cebó con los Otero, falleciendo en un intervalo de tres años el mayor de los hijos y el padre. Blas de Otero tuvo que regresar a Bilbao con 13 años siendo el cabeza de familia. “Tuvo que ponerse a trabajar en algo”, explica Sabina de la Cruz, “lo que le rompió la vocación poética. Fue durísimo para él, una ruptura de su propio ser, pero había que alimentar a su madre y sus hermanas. Se rompió por dentro”.

Finalmente decidió abandonarlo todo para trasladarse a Madrid y dedicarse a su carrera como poeta: “Se marchó para hacer Filosofía y Letras. Aquello fue terrible para él. La sensación de culpabilidad fue tal, que terminó abandonando la universidad y se vino a Bilbao”. Aquello le marcaría y terminaría siendo el origen de depresiones a lo largo de toda su vida. “Siempre sintió que había sido infiel a su familia”, lamenta su viuda.

Las obligaciones familiares y el sentimiento de culpa no consiguieron contener su arte. “Blas tenía tal vocación que, aunque le hubieran caído el cielo por encima y el infierno por abajo, no hubiera podido hacer otra cosa que ser poeta”, explica la filóloga vizcaina, “se habría hecho un corte en la garganta si hubiese escrito un verso sin cuidarlo. Era un hombre que tenía el don de la versificación. Y luego era una persona muy delicada que sabía elegir cada palabra y cada sonido”.

su obra Cien años después de su nacimiento, Blas de Otero permanece intacto en su obra. Es clasificado como una figura clave dentro de la poesía social, pero Sabina de la Cruz destaca su capacidad para rescatar la belleza de la poesía popular del romancero y del cancionero: “Los grandes poetas cada vez crecen, crecen y crecen más aunque no les lean. Cuando te acercas a ellos, madre mía, es un deslumbramiento”.

Sabina recuerda la enorme mesa llena de papeles en la que trabajaba su marido. “Totalmente volcado y entregado”. De pronto se levantaba y le pedía a ella que se sentara para recitarle los versos recién escritos. Ella jamás quiso juzgar su obra.

Quizás fue una de las virtudes que ayudaron a una convivencia que no siempre fue perfecta. Tras dos años de noviazgo la pareja se rompió y Blas de Otero se instaló en Cuba. “¡Y se casó con una cubana divorciada al de un mes!”. Tres años después el poeta se divorció y regresó a Madrid, donde se reencontró con Sabina en un acto universitario: “Nos abrazamos y nos pusimos al día. Yo le informé de que había muerto mi madre y yo me enteré de que tenía un tumor cancerígeno que le habían detectado en Cuba y que le tenían que operar. Me quedé impresionada. Al final Blas venció el cáncer, me volvió a reconquistar y todo quedó bien de golpe”.

En su estancia en París, Blas de Otero estuvo relacionado con dirigentes del Partido Comunista y tuvo la oportunidad de viajar por China y la URSS, pero su viuda señala que “no era un hombre de ideología”. Siempre reservado, “nunca abría su puerta para que entraran los periodistas, pero si se acercaba un chico joven a casa, le dejaba entrar y se ponía a hablar de poesía durante horas”. Si el joven visitante pretendía presentarle su recién acabado libro, Blas de Otero le motivaba aconsejándole que no se excusara ante nadie: “Si eres poeta, eres un poeta”. Esta postura tan abierta con la juventud chocaba con sus interminables silencios, a veces reflexivos y, casi siempre, síntoma de sus depresiones. Sabina aprendió a vivir con ellos y a ayudarle a gestionarlos.

“Se dice de él que era raro”, comenta Sabina a sus 86 años, regateando unos pequeños achaques de salud, “pero de raro no tenía absolutamente nada. También hay quien me ha dicho que igual era que yo le entendí. Pues sí, yo sí que le entendí y mucha gente también le entendió”. No faltaron amigos que supieron disfrutar de su peculiar manera de ser: “Un día le conoció José María de Quinto, el director de teatro, quien escribió ese mismo día en su diario que pasear con Blas era un descanso. Tuvo la sensibilidad para entender el primer día cómo era Blas, que nunca agobiaba a sus amigos”.

bilbao y orozko Bilbao siempre estuvo presente en la vida y en la obra de Blas de Otero. Mi villa despiadada y beata. Fue el escenario de su juventud. Barrizales del alma niña y tierra, y destrozada. En su poemario “hay más material de Bilbao que de Orozko”, el idílico lugar directamente relacionado con su abuela materna, doña Pepita Sagarmínaga, una figura para él más importante incluso que su propia madre: “Era una mujer muy calladita, que siempre estaba cantando entre los manzanos del huerto. Hablaba en euskera y eso siempre lo ha tenido como una gran pérdida”. Fue el primer gran vínculo que tuvo con Euskadi. “Si Blas era bilbaino, era bilbaino para todo”, sentencia Sabina, “cuando murió iba con su pantalón de mil rayas, la camisa blanca y un kaiku negro y azul que siempre llevaba. Era vasco porque lo era y porque así se había criado. Para él, Bilbao y Orozko eran dos temas que le llenaban el alma. Cuando lees todo el trabajo en el que están presentes Bilbao y Orozko, ves que es un trabajo en el que se ha puesto toda el alma”.

Blas de Otero, a pesar de “no ser vasco de una manera folklórica”, vivió tentado toda su vida por el euskera. Envidiaba el euskera de su amigo Gabriel Aresti, en parte, por verlo con gran potencial para la poesía: “Él decía que el euskera tiene para la poesía un elemento muy importante, que es la facilidad para hacer en una sola palabra el equivalente de tres palabras. Eso le daba al poema una concreción importante. Él se sentía muy tentado. Y empezó a estudiar euskera muchas veces? pero siempre terminaba pasándose a los versos”.

Nunca llegó a ser euskaldun, aunque estuvo ligado a personalidades de la cultura vasca como, por ejemplo, Lourdes Iriondo, a quien llegó a dedicar un poema. Sabina de la Cruz recuerda con nostalgia las interminables horas que Blas de Otero pasaba en Arantzazu copiando a mano los textos que guardaban los franciscanos y que ella necesitaba para su tesina sobre el castellano de las zonas bilingües de Bizkaia. “Él era así”.

A los 63 años falleció el poeta que pedía la voz y la palabra. De nada valieron las advertencias de su mujer sobre que el tabaco, él mismo que él decía que le ayudaba a pensar, terminaría matándole. Un enfisema pulmonar se lo llevó en 1979. “Lo último que creó fue Hojas de Madrid con La Galerna y lo escribió sin parar”, rememora Sabina de la Cruz, “me parecía muy raro, porque no es normal trabajar así en poesía. Pero él tenía mucha práctica. Es como si supiera que se iba a morir, aunque estaba muy alegre. Los últimos años de su vida se los pasó muy bien”. Por todo lo que he sufrido y vivido soy feliz.

Y ahí volvió a cambiar la vida de Sabina. Recibió la llamada del filólogo Rafael Lapesa, quien le sugirió que dejase todo lo que estaba haciendo para editar toda la obra de Blas de Otero. “Yo tenía acceso a todo el material y, si no lo hacía yo, se iban a perder muchas cosas”, explica. Creó la Fundación Blas de Otero, de la que es presidenta, y, entre muchas cosas, realizó su tesis: la edición crítica de la obra de Blas de Otero. “Aquello me consoló un poco. Nunca pierdes a la persona que has querido. Desde luego, con la muerte, no”.