ITZEA, de su hijo”. De esta forma dedicó Julio Caro Baroja su obra El inquisidor y otras vidas por oficio (Madrid, 1968) en expresión casi amorosa, de veneración plena y auténtica hacia el solar y la villa de Bera donde vivió los momentos más felices y tranquilos de su vida, donde encontraba la paz lejos del ruido, de las molestias y del engorro de la gran ciudad y de la aridez mesetaria, en los que se sentía asfixiado y extraño. En Bera, don Julio, como le decían los beratarras con respeto, o Julio a secas, los más allegados y los que más trato mantenían con él, se sentía libre y protegido por la casa que desde 1912, cuando la compró don Pío, jugó un papel fundamental en la formación del carácter de sus hijos, de los hijos de Itzea.

“Habita Julio Caro Baroja muchos meses en Madrid, con la añoranza de Vera, de Itzea, donde se reconoce como es y como desea ser por encima de todo. Sube y baja escaleras, ligero, recorre las salas con su caminar corto y nervioso” (Baltasar Porcel, Retrato de Julio Caro Baroja, 1987, en uno de las más exactos relatos y reflexiones sobre su vida y su personalidad). “A menudo”, continúa, “Julio Caro Baroja tararea una cancioncilla. Y lleva la pesada llave de la casa en el bolsillo trasero del pantalón”. Quizá, alguna de aquellas viejas canciones de casa eran las que escuchó de labios de su madre y de la Roxari y de Martina, la de Lesaka, recuerdo de “las tardes de otoño, cuando se desgranaban las alubias en la cocina y las chicas cantaban canciones viejas del Bidasoa como Marquesharen alaba o Maite bat maitatzen det, ha quedado grabado en mí de forma indeleble”.

“A estas veladas otoñales asocio así mejor que a ninguna otra ocasión mi familiarización con la lengua vasca”, confiesa en su Los Baroja, que escribió en 1972. Don Julio vivió la época en la que el euskera comenzó a dejar de ser elemento de expresión común y de forma interesada (políticamente, sobre todo) se empezó a considerar y colocar en situación de inferioridad social. Sin embargo, para nuestro hombre siempre gozó de gran estima como lengua del país, sintió simpatía, respeto y hasta auténtica veneración por el idioma.

No escribió apenas en euskera pero recogió desde su niñez un valiosísimo vocabulario y estudió todo lo que pueda ser relacionado con el sentimiento y el ser vasco y de lo vascos, incluido su Sobre la lengua vasca y el vasco-iberismo, todo lo cual le fue reconocido por Euskaltzaindia, la Real Academia de la Lengua Vasca que le nombró miembro de número. “El vascuence se aleja de la cursilería y de la altisonancia que pueden tener idiomas literarios más brillantes. Es un idioma íntimo, sutil...”, pensaba, lo que, de forma más que injusta e ignorante le fue negado a su muerte por la zafia radicalidad juvenil, porque “no hablaba euskera”, ante lo que tuvo que salir a plantar cara y poner las cosas públicamente en su sitio un beratarra amigo de la familia y bien conocido.

Leer su obra

El rumor del otoño

A estas alturas, cuando se cumple un siglo del nacimiento del hombre necesario (Félix Maraña), cuando su ejemplar trayectoria vital y su herencia literaria tan variada y extensa como imprescindible, su voz que clama en el desierto como testigo privilegiado, observador y analítico de una época cambiante, ¿qué es lo que queda por decir de Julio Caro Baroja cuando todo está dicho?. Lo más aconsejable es leer su obra, releer su bibliografía y escucharle ahora que ya se acerca y se siente el rumor del otoño beratarra, del País del Bidasoa, al calorcillo del fuego de Itzea que tanto añoraba y apreciaba.

Ojear Los Baroja (Memorias familiares) un amplio y sincero bosquejo a corazón abierto de su vida, De la vida rural vasca (La vida rural en Vera de Bidasoa), El carnaval, La estación del amor, Los vascos, Las brujas y su mundo, Conversaciones en Itzea, el Retrato de Julio Caro Baroja y la entrevista que (en el mismo volumen) le hizo Baltasar Porcel, El Señor Inquisidor y otras vidas por oficio (es evidente que Pedro de Ursua, pero muy en particular el traidor Lope de Aguirre, le llamó poderosamente la atención) o El laberinto vasco, dan sin ir más lejos una imagen muy ajustada de su personalidad. Habría que añadir, necesariamente, el Itinerario Sentimental (Guía de Itzea, Pamiela, 1995) de su hermano Pío Caro Baroja, que describe con entrañable y familiar meticulosidad la casa madre y todos los rincones descubiertos por la familia desde 1912 hasta el final de su hermano Julio.

Uno piensa que todo lo demás ya está dicho y es sabido, y, de faltar, puede que sólo sean algunos de sus lúcidos pensamientos y sus ideas a viva voz recogidos, vigentes plenamente muchos de ellos y merecedores de una reflexión que con sosiego y abierto espíritu pueden ser analizados a la luz de la actualidad. Un ejemplo: “A la gente que trata de imponer sus convicciones a otros, habría que decirle que está bien que crea, pero poco y, en todo caso, sin molestar”.

“¿Llegar al siglo XXI? A diferencia de los viejos de finales del siglo XIX, que lamentaban no llegar con vida al siglo XX, yo no siento pena alguna por alcanzar el siglo XXI. Con lo que he visto me basta”, porque, ¿en realidad y al margen de la ciencia, en qué ha progresado el hombre en el respeto y en la solidaridad respecto a la condición humana? Las guerras se suceden como siempre allí hacia donde mires, campan a sus anchas la injusticia y la corrupción, y aquello de que la ley es igual para todos sigue siendo una utopía e idéntica y desgarradora falacia.

“Me parece que la idea de esta ecuación de moderno y mejor es hasta cierto punto una falsedad”, afirmaba también convencido Julio Caro Baroja. Al final, parece lo más adecuado y aconsejable recurrir a la narración que hizo su hermano Pío Caro en el funeral, en la iglesia parroquial de San Esteban: “La coral de Vera acompañó la misa y en el órgano se interpretaron viejos zortzikos cantados mil veces por Julio en Itzea. Yo me emocioné al oír Gazte gaztetatikan, herritik kanpora... del bardo Iparraguirre. Un mundo antiguo, querido, me vino al recuerdo: Mis padres, mis tíos, mis abuelos y hasta Bilinch e Iparraguirre”. Son recuerdos de la despedida de su hermano, y el organista, al que también se le escaparon unas lágrimas y se le puso en la garganta el mazapán del dolor y de la pena, era Josu Goia, el artista poliédrico que como si fuera hoy recuerda apenado aquella tarde triste de 1995.