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Nestor Basterretxea: "A mis 90 años, el trabajo no es un castigo; me hace sentirme más vivo"

Nestor Basterretxea, uno de los más intensos, comprometidos e innovadores artistas vascos, ha cumplido este martes 90 años cargado de ilusiones, proyectos y muchas ganas de seguir creando y produciendo

Nestor Basterretxea: "A mis 90 años, el trabajo no es un castigo; me hace sentirme más vivo"Rubén Plaza

Hondarribia - "Esta enfermedad que tengo desde hace unos meses me limita la movilidad, pero el trabajo no es un castigo, todo lo contrario. A mi edad no es un castigo, es una salvación, me hace sentirme más vivo", afirma apasionadamente el pintor, escultor y cineasta. Basterretxea acude ya a pocos actos públicos porque depende las 24 horas del día de una máquina de oxígeno que evita que su pulmón se fatigue, pero nos recibe en su caserío Idurmendieta de Hondarribia, donde vive acompañado de su mujer, María Isabel, con la que lleva casado más de 60 años. "La misma casa que busqué a Oteiza para que se quedara en Gipuzkoa, pero él prefirió irse a Iruñea", nos recuerda el creador bermeotarra, que vuelve la mirada atrás y se da cuenta de la importancia que tuvo en su vida el encuentro con Oteiza. "Yo soy un hombre solitario y para mí él fue un amigo, casi un hermano", confiesa el único superviviente de la mejor generación del arte vasco.

Sobre una mesa del salón de su casa-taller, se encuentran numerosos lápices y esbozos de dibujos, a los que Nestor Basterretxea está deseando dar forma. "Dibujo desde la mañana hasta la noche. Ayer me acosté a las cuatro de la madrugada. Suelo trabajar hasta 16 horas al día".

Sigue con una vitalidad intacta...

-Es la única defensa que tengo, trabajar con mucho ímpetu. Últimamente hago poca escultura porque supone el manejo de materiales muy pesados y estoy un poco débil. Pero no paro de dibujar. Tengo que confesar que durante toda mi vida he hecho dos dibujos diariamente, pero ahora hago muchísimos más dibujos y collages. Muchas noches con sus madrugadas me sorprenden trabajando apasionadamente. Un artista no se jubila nunca.

¿Qué proyectos le ocupan ahora?

-Estoy preparando una exposición para el Koldo Mitxelana de Donostia que me hace mucha ilusión. La va a comisariar Xabier Sáenz de Gorbea y voy a presentar de 250 a 300 obras, algunas de ellas, aproximadamente 70, son nuevas. No se han visto nunca porque las he realizado en los últimos años. La exposición se inaugurará a finales de noviembre, así que estoy muy ocupado en estos momentos. Pero insisto, en mi caso el trabajo no es un castigo, todo lo contrario. Hago muchos esfuerzos para que la idea de la muerte no me afecte, aunque reconozco que no siempre salgo ileso y ahora, que la veo más cercana, me afecta más. Pero mi pasión por el arte me ayuda a no pensar en ella. Cuando entro en caída, lo primero que hago es ponerme a trabajar.

Hace poco confesó que estaba pasando una crisis creativa. ¿La ha superado?

-Sí y, ¿sabes quién me ha ayudado a conseguirlo? Uno de mis nietos pequeños. Parecía que era ya el fin, pero no quería abandonar, veía que tenía capacidad mental y muchas ganas de crear. Yo llegué al círculo, así como Oteiza llegó al vacío, y claro, ¿después del círculo qué? Y, de repente, uno de mis nietos me enseñó uno de sus dibujos en el que aparecía un dinosaurio que tenía como un ala, como una chepa. Le pregunté: ¿qué es eso? 'Su mujer', me contestó. Entonces, me di cuenta de la libertad que tienen los niños a la hora de crear, y pensé que eso era lo que yo necesitaba, recurrir a todos los estilos que tenía un poco olvidados. Una gran parte de mi vida he sido muy severo para las formas, esa seriedad la he sustituido, por decir así, por una explosión de libertad y eso me alegra.

Acaba de cumplir nueve décadas de vida intensa. Parece que ha vivido historias extraordinarias.

-La verdad es que mi vida es una aventura, por eso decidí escribir mis memorias. Para contar el exilio que condicionó fuertemente los primeros años de mi vida. En Bermeo estuve hasta la Guerra Civil. Mi familia se tuvo que trasladar a San Juan de Luz y de ahí a París, donde mi padre trabajó en la delegación vasca en aquella ciudad. Estando en París se declaró la Guerra Mundial y tuvimos que salir con mi abuela hacia el sur, pero mis padres se quedaron allí. Llegamos a Marsella y ahí nos embarcamos rumbo a Argentina.

Un viaje maldito que iba a durar 15 días y al final duró 453 días...

-Fue un viaje maldito, aunque tengo que reconocer que yo lo aproveché para dibujar. Tuvimos que superar estrictos controles de policías e incluso de la Gestapo y por fin nos embarcamos en el buque francés Alsina. Llegamos a Dakar, donde nos retuvieron durante cuatro meses. De ahí, a Casablanca, otros cuatro meses en Cuba... Por fin, llegamos a Buenos Aires.

¿Y fue ahí cuando comenzó su carrera artística?

-Así es. Yo quería ser arquitecto y no pude estudiar. Conseguí un empleo de dibujante de publicidad en la multinacional Nestlé. Pero yo no me veía trabajando en una oficina, no era lo mío. Un día la empresa me invitó a comer en un conocido restaurante de la calle Corrientes de Buenos Aires, con el resto de mis compañeros. Al postre me despidieron. Comencé a tener tiempo libre y empecé a pintar.

Allí conoció a Oteiza. ¿Le añora?

-En mi vida el encuentro con él ha sido un acontecimiento muy importante. Me encontré con un tipo genial, desconcertante, contradictorio... Un hombre capaz de decir los mayores insultos y a la vez mostrar la mayor ternura y generosidad. Dentro de él había, por lo menos, cuatro personas. Le he visto discutir con mucho fervor de una cosa y luego defender la contraria, desmontaba el argumento con la misma inteligencia.

Fue quién le convenció de que pintara los murales de Arantzazu...

-Así es. Cuando regresé al País Vasco en 1952, después de casarme, una de las primeras cosas que hice fue visitarle. Se empeñó en que participara en el concurso para pintar unos murales del nuevo edificio. Y lo gané pero no salieron las cosas como esperaba. Decidieron borrar los 11 grandes murales que dibujé en la cripta del Santuario de Aran-tzazu porque los franciscanos consideraban que no seguían los preceptos de la Iglesia en materia de arte sacro. Tuve que esperar a los 85 años, para ver la reinauguración de la cripta en la que terminé de pintar los murales que inicié en 1952.

Poco después, dio el paso a la escultura...

-Sí, pero me gustaría dejar claro que no fue por influencia de Oteiza, como algunos han dicho. Es cierto que vivíamos pared contra pared en Irun. Yo diseñé una casa muy sencilla, vivía en una parte con mi mujer María Isabel, y él con Itziar. Por supuesto que conocía su obra, pero nunca me ha influido en mi trabajo. Fue algo natural, un día al dibujar, me di cuenta de que la línea rompe el plano y decidí hacer físicamente eso, cogí una hojalata y corté. Y ahí nació para mí la escultura. Jorge tenía 15 años más que yo y ya era Oteiza. A él le gustó y me animó mucho. Pero su escultura y la mía son muy diferentes, como escultor no me ha influido nada.

¿Y quién ha influido en la obra de Nestor Basterretxea?

-Yo soy de los que consideran que las obras de arte son el testimonio de nuestras vivencias. De joven yo viví una guerra horrible, el exilio, persecuciones... ¡Era imposible que pintara como los impresionistas! Un día descubrí las pinturas de la España sórdida del 98 de Gutiérrez Solana y me acerqué a su obra, pero fue una etapa corta. Después descubrí a los muralistas mexicanos. Pero, tengo que decir que no ha habido nadie que haya influido mucho en mi obra, a excepción de mi nieto, claro. (ja, ja, ja). El niño me ha dado la libertad.

Cuenta con numerosas obras públicas en varios continentes y sus trabajos han pasado a formar parte de la colección de varios museos. ¿Se siente suficientemente valorado?

-No me puedo quejar, pero ahora, con el tiempo, me he dado cuenta de que quizás no he hecho absolutamente nada para darme a conocer. Y creo que eso ha sido un error por mi parte. Con el tiempo he visto que algunos de los que han triunfado no han sido precisamente por su valía personal.

Si volviera a empezar, ¿lo haría de otra manera?

-Creo que sí. Lo que ocurre es que cuando yo era joven no tenía una peseta. Era una refugiado del bando perdedor y, en lugar de ir a Nueva York, como iban muchos artistas, me tuve que ir a Buenos Aires porque teníamos un pariente que nos podía ayudar. Además, reconozco que mi carácter tampoco ha sido de prodigarme mucho públicamente. Como he dicho antes, soy un hombre solitario. De todos modos, tengo la sensación de que el azar ha sido muy importante en mi vida.

En 2008 decidió donar su serie Cosmogonía Vasca, uno de los conjuntos más reconocidos de la escultura vasca de la segunda mitad del siglo XX, al Museo de Bellas Artes de Bilbao. ¿Se ha arrepentido en algún momento?

-Nunca. Decidí donarlo después de tener una reunión con mis hijos, les pareció bien que cediera mi obra al Bellas Artes de Bilbao y así hice. Era una serie de 18 esculturas y no quería que se separase. En ningún otro sitio dejaría más alegremente estas obras, unas de las más personales, que guardaba en mi caserío. El Museo de Bellas Artes me ha tratado siempre muy bien, hace un año hice también una retrospectiva ahí. Me alegra mucho que el público pueda disfrutar ahora de ellas. Son unas de mis obras más personales, en las que busqué dar forma a lo que solo existía en palabras, en las leyendas recogidas por Barandiaran. Pero me da mucha pena que el Museo Guggenheim no se haya interesado por mi obra. Me hubiera gustado.

¿En algún momento pensó que iba a llegar a vivir la nueva Euskadi en paz?

-Mi escultura La paloma de la paz, levantada en el paseo de la Zurriola, de Donostia, frente al mar, ya expresaba este anhelo. Yo soy nacionalista, mi padre era del PNV, diputado a las Cortes en Madrid, y mi madre, presidenta de Emakume Abertzaleen Batza en Bermeo. Cuando era un chaval de 10 años, me metía en las reuniones que tenía mi padre. Recuerdo que José Antonio Aguirre en alguna ocasión me llegó a sentar en sus rodillas. Siempre me he preocupado por mi tierra.

¿A sus 90 años hay algo que le hubiera gustado hacer y que no ha podido?

-Lo único que echo en falta es haber podido aprender euskera. No entiendo por qué no me enseñaron. Algunos me preguntan si hubiera sido un artista diferente si hubiera sabido euskera. Siempre contesto que no lo sé. Quizás sí. Me pesa mucho no haberlo aprendido.