Bilbao

Pío Baroja Nessi nació en 1872 y murió en 1956. Cursó estudios de medicina, ejerciendo su profesión durante poco tiempo en Zestoa, ejerció como industrial panadero en Madrid hasta que comenzó a escribir una larga serie de novelas, cuentos y colaboraciones periodísticas. Buena parte de su obra ha sido traducida a los más diversos idiomas y varios de sus libros siguen editándose. Es, sin duda, el más célebre escritor vasco de su tiempo.

Leer a Baroja sigue siendo una experiencia que raras veces deja indiferente al lector. Se coja al donostiarra por donde se coja, y se lea empezando por cualquier novela, a muchos nos sigue agradando porque continúa teniendo una rara frescura y una viveza extraordinaria.

A él le pasaba algo parecido con otros escritores, según nos cuenta en, Las horas solitarias (1918). A otros, don Pío no les gusta por su estilo, por sus ideas (algunas peregrinas) o por estúpidos prejuicios.

otra visión El donostiarra es de los pocos autores de su época y de la historia que elige ver por si mismo. En, Las inquietudes de Shanti Andia (1910), escrita años antes que su trilogía, El mar (El laberinto de las sirenas, Los pilotos de altura y la estrella del capitán Chimista), el viejo narrador de Luzaro se definía así: «Me gusta mirar, tengo la avidez en los ojos… Muchas veces me he figurado ser únicamente dos pupilas, algo como un espejo o una cámara oculta para reflejar la naturaleza… A mi me gusta ver…» En, Zalacain el aventurero, una de sus novelas más populares, el viejo Tellagorri enseña al protagonista a andar por las alturas del pueblo: «El ver las huertas y las casas ajenas desde lo alto de la muralla y el contemplar los trabajos de los demás, iba dando a Martín cierta inclinación a la filosofía…».

memorias En sus memorias, Desde la última vuelta del camino, donde destacan Familia, infancia y juventud (1944) y Galería de tipos de la época (1947), cuando aborda en, La intención y el estilo (1948), el asunto de la escritura como oficio vital, Baroja comenta que: «el hombre que pretende ver en lo que es, con sus ojos, no lo ve como los demás, siempre le da un carácter propio a su visión». Así es, ya al comienzo de El árbol de la Ciencia (1911), presenta a su álter ego como buen observador: «Andrés Hurtado, algo sorprendido de verse entre tantos compañeros, miraba atentamente, arrimado a la pared, la puerta de un ángulo del patio por donde tenía que pasar».

Autor fecundo y prolífico, desde La casa de Aizgorri (1900) y El mayorazgo de Labraz (1902), hasta sus obras póstumas le debemos todo un ramillete de encantadoras narraciones, algunas de las cuales no me resisto a citar, siguiendo mis propias preferencias: La Busca (1903), primera de la trilogía de La lucha por la vida ; La ciudad de la niebla (1909); El laberinto de las sirenas (1923), El cura de Monleón (1935) o algunas que forman parte de las Memorias de un hombre de acción, la vida novelada de Eugenio de Aviraneta. Y, cómo no, La leyenda de Jaun de Alzate (1922), Laura (1939) o El caballero de Erlaiz (1941); y alguno de sus mejores reportajes, como el dedicado al músico Sebastián Iradier.

Recomendaciones Son muchos los especialistas y los biógrafos que han estudiado su obra y su vida. En cuanto a la bibliografía más apropiada, les recomiendo la edición llamada del Centenario (Caro Raggio), y los volúmenes dedicados por el Círculo de Lectores a cargo de José Carlos Mainer. El verano es una buena ocasión para acercarnos a la maravillosa y profunda fronda barojiana. Se trata de una biografía digna de los mejores como Pío Baroja.