Fue todo un trotamundos. Tal vez fuese cierto, como dijo Eduardo Galeano, que las paredes son la imprenta de los pobres, pero peor aún lo tienen los poetas, que ni con paredes cuentan para coser un alejandrino con otro. En ese trabajo hilandero puso la vida Pablo González Langarika, un poeta del pueblo que firmó su último verso en pie de guerra cuando murió. Más que írsele la vida se la dejó en busca de una utopía, el empeño más loable de los poetas. Porque Pablo sostuvo durante décadas Zurgai, la más grande de cuantas publicaciones literarias han pasado por nuestra tierra en el último medio siglo. La calidad de lo publicado y el cariño y esmero con que se trabajó han sido el desvelo de Pablo hasta el último de sus días. Zurgai era su sueño y su condena.
A cuántas puertas no tocó y cuántas no se le abrieron. Y él, erre que erre con el alma en carne viva, hasta el último aliento. Quizás la lucha fuese estéril pero también fue hermosa. Su trabajo en la industria le daba de comer, la poesía le alimentaba.
Pablo fue miembro fundador del colectivo Poetas por su pueblo, que nació tras la creación de la Sociedad Poético Literaria Aralar en 1979, y dirigió, desde 1981, la revista Zurgai que edita este mismo grupo. La revista se ha destacado por la defensa de la creación poética, y es de reseñar en conjunto de estudios monográficos que han dedicado en el tiempo a los más importantes poetas. No fue, sin embargo, su único retablo. Pablo publicó lo suyo, colaboró en revistas literarias, y fue antologado en varias ocasiones. Es el caso de The Journal of Basque Estudies de Indiana (USA), que publicó una muestra antológica de su poesía.
Fue miembro fundador del Colectivo ‘Poetas por su pueblo’ y dirigió desde 1981 la revista ‘Zurgai’ que edita este mismo grupo
Sus obras alcanzaron grandes reconocimientos como el premio Bahia en 1975 o el premio Imagínate Euskadi del que fue ganador en tres ocasiones, en 1992, 1994 y 1996. Aunque en sus comienzos se percibe el influjo de Blas de Otero, Gabriel Aresti, Juan Larrea en su surrealismo y el Miguel de Unamuno más meditativo, sobre todo en lo que se refiere a sus preocupaciones sociales y existenciales, muy pronto supo crear un lenguaje propio, caracterizado por sus imágenes ciertamente visionarias, insólitas, y por una concepción pesimista de la realidad. Con un estilo aparentemente sencillo, la poesía de este escritor vasco apenas disimula una gran complejidad conceptual expresada a través de un enrevesado mundo de símbolos que se aleja del paisaje gris, verde-azul marino de Bizkaia y nos arrastra a mundos exóticos y oníricos, plagados de amenazas y aristas.
Su obra aparece en diversas antologías y ha sido traducida al euskera, italiano y corso. En 2003 publica una carpeta, ilustrada por el pintor José Javier Lacalle, titulada Aunque al fondo esté la música, y en el 2004 el volumen, en edición numerada, titulado La llama amarga, en colaboración con el pintor Fernando Eguidazu.
Se reclamó heredero “por afinidad ética y estética” de Blas de Otero, Gabriel Aresti y el Unamuno más meditativo
“Probé, por el amor, la hiel del llanto;/conozco -por vivir- lo que es la muerte” Esos versos del propio Pablo podían leerse en un cartón pluma ilustrado con su efigie que ilustraba en el tarjetón de 2016 que anunciaba las VIII jornadas de Euskal Poesia BBK Poesía Vasca que celebró un homenaje al viejo maestro con el recital Luz en el corazón, recordando a Pablo González de Langarika, de manos de José Fernández de la Sota, Rafael Martínez y Amalia Iglesias. Es lo que tienen los poetas: incluso en su ausencia son capaces de ponerle el punto a la i. Con métrica y compás o a puro huevo.
La noche del 17 de marzo de 2016 murió en Bilbao Pablo González de Langarika, que había venido al mundo en esta misma villa un 9 de febrero de 1947, estaba preparando un número de Zirgai dedicado a la poesía joven. Infatigable.