Sabéis, hermanos, que los pecados capitales son siete: Lujuria, Gula, Avaricia, Ira, Envidia, Soberbia y Pereza. Guardaos de quien persevere en solo uno de ellos. Porque, aunque muchos profetas anunciaron que habríamos de temer al hombre que diera cabida a todos en su triste alma, yo os digo: no. Quien padezca todos ellos será inofensivo. Puede que hasta un buen cristiano. Así es como Dios nuestro señor se ríe de Satán.

Taciano de Siena (San Miniato, 1487; Avignon, 1549)

Al leer esta cita del polemista toscano, tan conocido e influyente durante el cinquecento, he recordado aquella llamada telefónica de uno de mis clientes. Pongamos que le conocía como Nick, por guardar la confidencialidad estricta con los pacientes. Soy psiquiatra, a eso se debe mi afición por las epístolas de Taciano de Siena, verdadero precursor de nuestra ciencia, entre otras muchas cosas.

Debo aclarar que siempre grabo las llamadas de las personas a las que trato. Es bueno para ellas y para mí. Sus propias patologías ocasionan a menudo pérdidas de memoria. No resulta raro que la grabación sea susceptible de usarse en la terapia. No sería la primera vez. Adelanto que es el caso de Nick. He aquí su llamada.

“¿Ya está? Empiezo, doctor.

Voy a matar a ese cabrón. Lo despedazaré sin piedad. Con mis propias manos y el machete que guardo bajo la cama. No merece otra cosa. ¿Cuántas veces me la ha jugado? ¿Eh? Una tras otra. Y esta había sido la última. Llamaré a la puerta. Ding, dong. Así de sencillo. El primer machetazo, en la frente. Zas. Después, una lluvia de acero, hasta quedarme sin aliento. Trizas. Sangre. El jodido infierno sobre ese malnacido.

¿Me entiende?

Claro que la cosa cambiará si abre la puerta Carol. Tendré que mandarla a por algo para que no caiga en la histeria con la matanza. A por tabaco al estanco. Carol está como un pan. Un pastelito. Scarlett Johansson, un cardo al lado de Carol. Mira con esos ojazos húmedos, labios jugosos, el escote brillante, siempre con unos pantalones ceñidos justo por debajo de donde se anuncia el pubis. Y una camiseta corta. Siempre deja asomar el cinturón de piel tersa, brillante, abrochado por el ombligo, que seguro huele a sal mojada. Estoy condenado a soñar con ella unas cien mil noches. Pero Carol no estará. Esperaré que vaya a la manicura de las chinas, o a la peluquería, o a buscarse unos trapitos.

No me buscarán a mi por ese asesinato, doctor. Seguro. Trituraré a ese desgraciado suertudo y me quedaré tan pichi. Lo enterraré por las afueras, en varios descampados, a piezas, como una vieja moto, sin dentadura ni puntas de los dedos que puedan identificarle. Pensarán que ha desaparecido. Voló a Colombia, donde sus socios.

¿Comprende, doctor?

Otra historia sería que sepa lo de la pasta. Se la levantaré toda. Hasta el último miserable pavo. Sé que la esconde dentro de la maceta del ficus. Billetes de 100 envueltos en bolsas de congelado al vacío. Con esa plata, que también me pertenece, mi vida cambiara. Nadie sabrá que he levantado los billetes a ese cerdo, doctor. ¿Por qué ese vanidoso mafiosillo de tres al cuarto goza de la preciosa Carol y vive como un jodido marajá y yo, en cambio, perreo por las calles? ¿Eh, doctor? Quiero contar esos rectángulos de papel moneda una y otra vez, hasta que terminen sobados por mis dedos. El dinero sabe salado, como el cuerpo de Carol. ¿Conoce usted a Carol?

¡Wua! Con tanta manteca podré comprar un Mustang. Y comer. Sentarme en restaurantes de esos con estrellas Michelin. Un menú degustación. Ponme otro. Postres variados. No, mejor en un asador. Marisco al carbón. Besugo. Una chuleta de kilo. Arroz con leche. La sal Maldon sobre la corteza ligeramente carbonizada del solomillo de buey debe ser lo más parecido a los muslos de Carol en verano. Ostras. Dos docenas de ostras. Moët. Pularda trufada. Vega Sicilia. Un atracón.

Todo, tras filetear a ese hijo de mala madre.

Pero lo haré después de levantarme de la cama. A mediodía. O por la tarde. Quizá mañana. Seguramente. O puede que otro día.

Discúlpeme doctor. Siento haberle molestado. Tengo sueño. Luego le llamo otra vez”.

Nick colgó, de golpe. Sin explicar bien el motivo exacto por el que me había telefoneado. Un calentón. Pensé en avisar a la policía, pero desistí. Le conocía bien. Volvimos a hablar durante semanas. Lo que duró el tratamiento. Jamás atacó a aquel tipo. Ni le robó. Ni compró un deportivo. Ni se hartó de comer. Ni siquiera dijo una palabra a la tal Carol.

Siempre le vencía el pecado redentor: la pereza. Y eso me recordó la carta de Taciano de Siena.