Bilbao - A Monza llegó Coppi como campeón del Giro de 1949. Coppi, el gran Coppi, fue el mejor de una carrera salvaje, tierra de aventureros y supervivientes. En las posguerra no hubo mejor explorador que Fausto. Tampoco un ciclista con tanta huella y ascendencia sobre la carrera italiana. El campeón de campeones. Il Campionnissimo. El hombre, el mito, la divinidad. De Monza, de su autódromo, se colgó el centenario reloj del Giro, como cuando Harold Lloyd luchaba contra la ley de la gravedad y el vértigo agarrado agónicamente de las manecillas. Con la respiración entrecortada, cruzando los dedos, el líder Quintana, Nibali y Dumoulin se jugaron la gloria en 29 kilómetros. A mitad de recorrido, el holandés había volteado a Quintana y había perdido de vista a Nibali. Fue Tom Dumoulin quien se coronó en su escenario fetiche: el esfuerzo en la soledad de la contrarreloj. El último día, en el de los grandes fastos en Milán y el ovillo de nervios en las tripas de Monza, sobresalió el magno perfil de Tom Dumoulin, el más fuerte en las cronos -ayer solo le superó Van Endem-, y el más resistente en la montaña. Campeón de punta a punta.

Dumoulin escribió la oda del hombre solo. En soledad contra los colosos, los rivales y los elementos. A todo pudo el holandés errante, un Quijote. “Ganar el Giro es increíble, una locura”, definió sobre su homérico triunfo una vez comprobado que Quintana no podría mantener la renta con la que partía en la parrilla de salida. Estalló entonces de alegría Dumoulin, exultante, y besó a su chica. Feliz. La dicha en el paladar. Su manejo en la crono le validó un triunfo formidable que recluta al holandés para los desafíos de las grandes vueltas después de aquella Vuelta a España en la que se quedó secó tras el bombardeo del Astana en La Morcuera. Su derrota sucedió a un palmo de las serpentinas de Madrid.

Dos años después de aquella experiencia, reconstruido el andamiaje -perdió peso y se fortaleció para mejorar su impacto en las montañas y mantuvo intacto su radió de acción en las cronos- el nuevo Dumoulin se subió a lo más alto, al lugar donde ningún holandés jamás llegó antes en la historia del Giro. El podio lo completaron Quintana, a 31 segundos, tras perder 1:29 con el holandés en la crono, y Nibali, a 40 segundos, que se dejó 54 respecto a la Mariposa de Maastricht. Encantado el holandés del efecto mariposa provocado por un trazado que reservó el último día para que él mostrara sus formidables alas. En la mesa de diseño empezó a ganar Dumoulin.

Italia es un territorio para los bólidos, la adrenalina y la velocidad. A esa idea rindió homenaje el Giro. Las carreteras del país son un circuito en sí mismo y desde el autódromo de Monza se impulsó el capítulo final del Giro con una crono que estorbó a Nairo Quintana, que llegaba como líder, y enfatizó al holandés, que no vestía de rosa pero era el favorito para ver el mundo color de rosa al caer la tarde. Las postal fue una reedición de lo que le ocurrió a Purito Rodríguez frente a Ryder Hesjedal en 2012. Fue veinte años antes cuando el Giro inventó el cierre contra el crono a modo de reclamo para que los tifosi aplaudieran a Miguel Indurain, el emperador del reloj, el monarca del ciclismo.

Un ciclista para el futuro Frente al grandilocuente Duomo de Milán, un chute de belleza, se enroscó el Giro del centenario en un final repleto de intriga que reconfortó a Dumoulin, que se elevó varios cuerpos sobre su rivales. Dumoulition Man. Las cronos poseen el espíritu de las carreras. Todo o nada. El éxtasis a toda velocidad, sin solución de continuidad. No había mañana, solo el presente. Aquí y ahora. En Monza se apilaron los cascos aerodinámicos, lo buzos por los que resbala el aire y las bicicletas con nombres de coches de carreras. Tratados de ingeniería para rascarle tiempo al tiempo. Las piernas se calentaron en los boxes. El rodillo, a modo de las mantas térmicas que se emplean para darles calor a las ruedas de los bólidos. Rugieron las piernas en la parrilla de salida. Se apagaron los semáforos en el Giro. Luz verde para Dumoulin, que se destacó a mitad de recorrido aunque a le etapa le quedó suspense. El holandés fue el mejor en la carrera entre el autódromo de Monza y el Duomo de Milán en un día perfumado de gloria. Del olor de la gasolina al aroma del incienso. Dos de las religiones de Italia. En ellas encontró Dumoulin su autopista hacia el cielo. La recorrió Tom Dumoulin con fiereza. Conquistador del Giro del centenario. Abran paso a Dumoulin. Bandera de cuadros para él.

El Giro del amor infinito enmarcó a Dumoulin, contrarrelojista, rodador y fuerte, la antítesis de Quintana, menudo y escalador, su gran rival en un relato con dos corredores que pertenecen a la misma generación y que probablemente se batan en duelo en el futuro. Opuestos, Dumoulin cimentó su mejor logro, una gesta por la precariedad de su equipo, en la renta que obtuvo en las cronos, pero se mostró valeroso en la montaña. Mira con descaro al porvenir el holandés. Dumoulin venció en la cima del Santuario de Oropa y soportó con entereza en el resto de jornadas montañosas. Solo el apretón que padeció tras el descenso del Stelvio y que le obligó a parar para hacer sus necesidades le pudo dislocar el Giro. Ese día fue el peor día para Dumoulin, que lucho con determinación ante Quintana y Nibali, que mostraron más deseo que poderío para empequeñecer a Dumoulin, un gigante que reclamó su Giro.