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Joaquim Rodríguez conquista Plateau de Beille

Froome protegido por Porte y Thomas, aguanta sin apuros los tímidos ataques de sus rivales

Joaquim Rodríguez conquista Plateau de BeilleEFE

bilbao - Gritó tan fuerte, tan alto, la garganta eufórica, un bramido liberador, los ojos cerrados, emocionados, la cara oscura, rostro de minero, que el estruendo de su dicha, felicidad pura en el patio trasero de su casa, hizo retumbar las paredes de su hogar en Andorra. El alarido, un desgarro gozoso, lo registró la escala de Richter, que se activó con la sacudida provocada por Purito Rodríguez en Plateau de Beille, una meta a un palmo del jardín de su casa. Purito respira y se entrena en la contrameta, en Andorra. Desde allí, en una geografía que es el plano de su morada, dio en la diana. No le falta puntería a Purito, prestigiosa cazaetapas. Aunque escaso el cargador, las suyas son balas de plata. “Ahora sí que a recuperar, lo volveré a intentar, ir despacio y tranquilo para estar al cien por cien, y las pocas balas que me quedan intentar aprovecharlas”, decía la víspera del día de autos. Dos balas, dos triunfos. Pleno. Con una sonrió en Huy, un muro que es un guante para su ciclismo efervescente, de dinamitero. Con la otra, alcanzó el corazón de los Pirineos, Plateau de Beille.

Artificiero en Bélgica, Purito se encendió, incandescente, en Plateau de Beille. No hay quién apague a Joaquim Rodríguez, gris ceniza en Saint Martin y Cauterets. En Purito habitan varios ciclistas. También los rescoldos de su malherido orgullo, la brasa que no cesa. Anestesiado por el horno pirolítico, ese calor que pesa una tonelada, de los días anteriores, Joaquim Rodríguez se rehabilitó a tiempo. Encendió la hoguera en medio de la tormenta, cuando el cielo, preñadas las nubes, se resbaló en cascada sobre el Tour. La carretera era un espejo. En él se reconoció Purito, apergaminado desde Huy, resplandeciente en Plateau de Beille, el patio trasero de su casa. Allí gritó Purito, cinco años después de su primer triunfo en el Tour. Al catalán, negado por la general, le bendijo el día a día, el partido a partido. “Soy como el Atlético de Madrid, o todo o nada, nunca se sabe lo que te puedes esperar de mí”.

Si Purito aún mantiene la incertidumbre, el Tour de Froome y su hipnótico Sky lo redacta la previsibilidad, al modo de las películas de James Bond. El amarillo del británico continúa siendo canario una vez atravesadas las tres puertas de los Pirineos. En el tránsito lo ha llenado de color. Amarillísimo Froome. No mudó ni un tono en la jornada reina, en la que se presentó la lluvia, el vecino que más detesta Froome y su puntiagudo armazón. Con las agujas de agua, el repiqueteo ensordecedor en los cascos, los maillot esponjados, los pies nadando en el estanque de la zapatillas, amanecieron, balbuceantes, recién nacidos, los ataques de Quintana, Valverde, Contador y Nibali. A Plateau de Beille le restaban media docena de kilómetros. Resguardado por su guardia pretoriana, los centuriones Porte y Geraint Thomas, sublimes nuevamente -“no hay manera con los compañeros de Froome”, certificó Contador en meta-, el británico desactivó cualquier conato de alzamiento en un escenario donde no había excedentes, tampoco en el almacén de Froome, más cansino su pedaleo que en el bochorno de los días precedentes.

Música de blues en Plateau de Beille. A Kwiatkowski, que encabezó la fuga con Vanmarcke, derrengado en las entrañas del puerto, le mandó a la lona el sonido penetrante de un saxofón. Un ataque de melancolía. Purito, amante del rock&roll, le dejó sin esperanza con su riff de guitarra. Lo mismo le ocurrió a Romain Bardet, descosido puntada a puntada. Fuglsang, más académico, constante su ritmo, también sucumbió a los decibelios de Joaquim Rodríguez, mitad bailongo, mitad sufriente, más entero en cualquier caso. Astillados sus prójimos, Gorka Izagirre también se había desprendido, con suficiente renta, Purito se entregó a su misión: visitar el patio trasero de su casa en la azotea de Plateau de Beille.

ataques livianos En medio de las escaleras de un rascacielos sin ascensor, Contador imaginó un ataque sin respuesta. Enmarcado por sus hombros, remontó en el grupo y envidó. Probablemente no tenía una jugada para salir airoso de la partida, pero su coraje, la idea de Unuomo solo è al comando, le cosquilleó las piernas. Lo intentó. El viento de cara y Porte, que es un imán, lo atrajo hacia el grupo de Froome, que al menos observó a alguien dispuesto a alzar la mirada y levantar la mano para protestar aunque sea para ocupar el podio. La escaramuza de Contador, anulada por el campo magnético del Sky, algo así como el Triángulo de las Bermudas, animó el espíritu de otros. Nibali tomó el testigo y Valverde respondió al sonido de corneta con otro acelerón que obligó a otro esfuerzo a Porte, para entonces el gesto torcido. Se serenó el grupo, en busca de aliento, y fue a Quintana al que se le ocurrió alzar la voz. El colombiano se estiró uno metros y Porte se quedó en blanco. Sin lunares rojos. A Froome, pendiente de su pantalla, del potenciómetro, donde se corre su carrera, le quedaba un peón: Geraint Thomas, que retomó el control de la ascensión, la marcheta del Sky, la que deseaba Froome. El grupo, con Van Garderen hamacado, estaba picajoso. Así que Valverde se asomó al escaparate. Lo interceptó el fiel galés, un extintor. Por un instante Froome quedó aislado en su celda. Rodeado. La mejor defensa es un ataque, así que el británico revolucionó el centrifugado. Quintana, atento, no le dio carrete. Tampoco Contador. Unido el club nuevamente. En la espera, Thomas se grapó a los mejores y recondujo la última tentativa de Quintana. Otra más de las cansinas balas de fogueo, sordas, sin pólvora, resignadas, que se cruzaron en el duelo final de Pirineos, donde brilla la estrella de sheriff de Froome. La bala de plata, la de verdad, había sonado antes. Tenía el eco de Purito.