gRITOS, aspavientos, barullo, lío, caos. Pasión, ánimos, tradición, cultura ciclista. Eso es el Giro. “No hay una carrera más bonita que el Giro”, dicen las voces de Marino Lejarreta, que disputó siete Giros (1983, 1984, 1985, 1987, 1989, 1990 y 1991), ganó dos etapas y siempre estuvo entre los diez primeros aunque nunca en el podio, Beñat Intxausti, dos giros en sus piernas (2012 y 2013), una etapa en el zurrón y una maglia rosa que le viste el alma, e Igor Antó, tres veces en el Giro (2005, 2011 y 2014) vencedor en el Zoncolan en 2011, tres amantes de la carrera italiana, que despega esta tarde en San Remo, donde canta Italia, con una contrarreloj por equipos a la que dará salida el Lampre a parir de las 15.10 horas. Con esa manecilla se enciende la cuenta atrás de una fiesta a la italiana, con gomina. “El Giro es una celebración, algo parecido a un carnaval”, refleja Beñat Intxausti. “Solo fue un día, pero qué día”, exclama el vizcaino, al que se le enciende el discurso cuando habla de Italia, ese país en el que “parece que todo va a salir mal, pero que no se sabe porqué, al final las cosas salen bien”. Esa Italia, eterna, el lugar en el que se civilizó Europa, donde las luces del renacimiento se impusieron a la oscuridad de la Edad Media, esa bota tan melodramática, irónica y teatral, donde Da Vinci dibujó el futuro y Miguel Ángel tocó el cielo, donde un cantante de cruceros, Berlusconi, gobernó durante años, es el paraíso ciclista. Si bien el Giro tiene algo de infierno de Dante. “A los italianos les gusta que la carrera sea un espectáculo. Si pueden poner una rampa del 20% de desnivel, bien, si encima está en una curva, mejor aún y si ese día nieva pues mejor todavía”, describe Intxausti sobre el látigo que es el Giro para las piernas de los ciclistas. “Pero es muy bonito”, alimenta Igor Antón, que derrotó al Zoncolan, una de las cumbres que corona el Giro, el orgullo de un país. “Los aficionados entienden de ciclismo. En Italia se venera a los corredores. A los escaladores se les tiene en un altar”, desliza Marino Lejarreta, que nunca se vistió de rosa, pero que los huesos se le tiñeron de ese color, enganchado a esa carrera, que por recorrido y por lo cambiante del tiempo, -de estar tiritar de frío en el norte y de hornearse en el sur-, “es la más dura”, subrayan todos ellos.

Aunque un potro de tortura, el Giro resulta fascinante para los tres. “No te haces a la idea del significado que tiene la carrera en Italia hasta que estás allí y ves cómo la tratan”, descubre Intxausti. Italia, tan mitómana, ama a los ciclistas. Les viene de antiguo: de Coppi, de Bartali, de Binda... La memoria del país es museística y su amor por el Giro es incorruptible. “Es una clase de ciclismo a la antigua. La gente, los tifosi están muy cerca de los corredores, animándoles constantemente, y si ganas allí te llaman por tu nombre. Te recuerdan”, añade Igor Antón, que en Italia se siente como en casa. “Te sientes muy querido, aunque te gritan”. “Sí, los italianos gritan muchísimo. Parece que están constantemente de bronca y nada de eso. Son así. Les mueve la pasión”. Ese es el motor que propulsa a miles de tifosi, a ejércitos de aficionados, a las cumbres, a las cunetas. “Pero a diferencia de otras carreras, muchos de ellos se mueven en bici para ver las etapas de montaña”, recuerda Marino Lejarreta, que no era italiano, pero que Italia, en buena medida le quiso como a un hijo, por aquel ciclismo suyo y por su maravilloso vínculo con el Giro. “Les gustan los ciclistas que atacan” coinciden los tres. El Giro, cruel, capaz de desplegar alfombras de sterrato, una carretera de tierra, para alcanzar cimas imposibles, de diseñar emboscadas, “siempre ves algo chocante”, produce un efecto hipnótico en muchos de sus participantes que se pusieron un dorsal con el imperdible de los sueños. “Es un poco una relación amor-odio. La carrera te hace muchas putadas, pero hay que ver cómo animan, lo efusivos que son, cómo viven la carrera, lo que entienden de ciclismo. Eso compensa”, alumbra el galdakoztarra. No es inusual en el recorrido del Giro asome algo que no contempla el libro del ruta, el GPS que emplean los ciclistas para conocer al detalle lo que les espera en la etapa. Pero en Italia, las sorpresas, son parte del genoma del país. “De repente tienes que pasar por un puente romano en el que solo puedes pasar de uno en uno o te aparece una rampa muy dura en un pueblo pequeño... tiene esas cosas”, dice Intxausti.

el encanto de lo pequeño En los pueblos pequeños se respira en rosa. “Todos los escaparates están adornados de rosa, todo es susceptible de ser rosa”, apunta Lejarreta. La visión a la entrada de esas calles es la de contemplar un universo en rosa. “Lo decoran todo”, dice Intxausti. “Los chavales salen de la escuela para ver la carrera. Quieren el ciclismo. Lo aman”, desgrana Antón, que se recuerda en Nápoles, con ese ambiente “tan italiano, cómo miraban. Miraban con descaro la bicicleta. Parecía que querían mangártela... je, je”. La identificación entre los italianos y el Giro es total. Sin concesiones. Incondicional. “Les gusta repetir etapas míticas, las cimas donde ganó Coppi o Pantani, pero a la vez les apasionan las volatas. Les encanta el ciclismo y entienden. Además son muy patriotas”. Esa avalancha sentimental “genera un punto de estrés”, descubre Antón, que describe cómo los corredores se mezclan entre los tifosi al final de la etapas de montaña en el mismo recorrido. “Eso por ejemplo te retrasa para ir a la masaje, pero otra parte es algo bonito, es más auténtico que el Tour, que es una carrera en estampida”, lanza Intxausti. Ese galimatías, que se está rebajando, produce en ocasiones que los traslados se estiren en el tiempo. “Lo mismo para hacer 100 kilómetros tardas tres horas porque la carrera no está cerrada. Allí vamos todos... je, je”. En el Tour, por ejemplo, los equipos son escoltados por las sirenas de la policía para que después de la etapa acudan a los hoteles para ganarle tiempo al descanso. “El Tour es otra cosa. Nada que ver”, suspira Igor Antón, que como el zornotzarra prefiere los pequeños hoteles familiares de Italia, donde el trato es “exquisito, como si fueras uno más de la familia”.

el gustoso paladar “Eso se agradece mucho cuando estás tantos días fuera de casa. Esa cercanía te pone contento”, afirma Intxausti, que describe con humor esos hoteles que se escapan a las cadenas modernas y anodinas que invaden la orografía de todos los países. “Cuando llegas a un hotel familiar, generalmente está solo el equipo, y te sientes como en casa. Cómo preparan la comida, el trato, el mimo... el padre que es el cocinero, la madre que es la recepcionista, la hija que sirve, el hijo que ayuda...”. El aterrizaje de un equipo a un hotel familiar es un acontecimiento. “Para ellos es como si un equipo de la NBA se aloja en un hotel de Estados Unidos. Si pudiera, iría siempre a hoteles pequeños. El mito de la mamma en la cocina y esos desayunos sin miramientos. Ese café que te ponen con tanto mimo”. “Ah el café”, paladea Beñat en la memoria con la espuma del capuccino. “Y cómo ponen la pasta, al dente, más durita que aquí, perfecta. Luego el carpaccio...”, relata Beñat sobre esa gastronomía con tantos adeptos. “En el Tour es más complicado encontrar cosas que te gusten, pero Italia siempre encuentras lo que te gusta”, matiza Igor Antón. En ocasiones también sucede que no se encuentran las cosas o las personas. Es Italia. “A nosotros nos pasó que entramos en un hotel en el Terminillo y no había nadie para atendernos. Estábamos solos. Nos las arreglamos como pudimos. La jefa de aquello se enfadó, pero todo se arregló”, descarga de su memoria Marino Lejarreta. Eso es también Italia, donde el entusiasmo todo lo puede alrededor del Giro, un torbellino de emociones. La pasión rosa.