Todo ocurrió con el aire de las grandes fiestas discretas, esas que no se anuncian con fuegos artificiales sino con el rumor de los pasos de la gente que llega despacio, como quien acude a encontrarse con un viejo amigo. Les hablo de la celebración del 30º aniversario de cooperación al desarrollo municipal, tres décadas de entrega durante lo que se conjuga más el verbo compartir que el verbo dar. Treinta años no son una cifra redonda: son un álbum de fotografías dobladas en los bordes, una colección de viajes en los bolsillos y una memoria de gestos que, sin hacer ruido, cambiaron vidas en lugares donde el mapa solo muestra silencio. Allí estaban los protagonistas: técnicos municipales, cooperantes, concejales que habían aprendido que la palabra solidaridad se escribe siempre en plural.

Entre ellos se encontraban el alcalde de Bilbao, Juan Mari Aburto; el concejal de Derechos Humanos, Convivencia, Cooperación e Interculturalidad, Iñigo Zubizarreta, patrón de la tarde, Itziar Urtasun, Gonzalo Olabarria; gente implicada en diversas ONGDs, asociaciones y fundaciones como Esther Calvo, Benjamín Ramos, Irene Molero, coordinadora de ONGs de Euskadi; Ricardo Fernández Quintana, de Medicus Mundi, Mila Domínguez, June Martínez Beaskoetxea y un buen puñado de hombres y mujeres, de gente entregada.

A la puerta del auditorio de Azkuna Zentroa, donde la voz múltiple de un coro cantaba con alegría, había un tienda de campaña, se diría casi que de supervivencia, junto con una pancarta que rezaba “0,7% sin garantía esa una hipocresía”. A su lado se movía Miguel Pérez, encargado de que todo fluyese. Cruza saludos con Mónica Hernández y con Andrea Uña, entre otra mucha gente de buen hacer, con María Ferrer y Naia Viadero o con Juan Carlos Vázquez, comendattore del festival de cine invisible. En realidad, se saluda con media concurrencia.

Mientras se acomodaban las sillas en el atrio, uno podía imaginar el eco de las reuniones de otros tiempos, cuando la cooperación municipal era casi una utopía de despacho. Aquellos años en los que Bilbao, aún con las heridas del acero y del humo, soñaba con abrir sus ventanas al mundo. Y así lo hizo: enviando manos, ideas y esperanza a América Latina, al Magreb, a África, como quien lanza mensajes en botellas que siempre regresan convertidos en abrazos.

En el escenario, una pantalla proyectaba rostros: mujeres que aprendieron a leer, niños que ahora eran ingenieros, campesinos que habían hecho florecer huertos sobre la tierra reseca. Cada testimonio era un espejo donde Bilbao se miraba a sí misma y se reconocía más humana.

El público escuchaba con esa mezcla de orgullo y melancolía que produce ver pasar el tiempo por dentro de una ciudad. En los pasillos, las conversaciones fluían como un pequeño río de anécdotas.

Lo escucharon con atención gente como Ana Cardenal, Iñigo Lasa, de Anesvad; Marta Ajuria, Nekane Alonso, Paul Ortega, recién nombrado presidente de Alazti Fundazioa; el rapero solidario Betto Snay, Natxo Rodríguez, Antonio Martínez, Jon Mikel Benito del Valle, Ricardo Fernández, Saioa González, Martin Garmendia, Fatma Mohamed Salem, Jon Aiartza, María Ferrer, Naia Viadero, Alazne Cámara, Iván Márquez, Itziar Ortiz de Zarate, Aitor Bilbao y un largo etcétera de hombres y mujeres con entrega.

La tarde terminó con un aplauso largo, de esos que parecen cerrar un círculo. Fuera, la ciudad sabía de los puentes invisibles que se tienden entre los pueblos. Treinta años después, Bilbao no celebraba solo su cooperación al desarrollo. Celebraba, sin saberlo, su propia metamorfosis: la de una ciudad que aprendió que el progreso no se mide en cifras, sino en la ternura con la que se mira el mundo.