OLA Herrera puso ayer el anhelado cartel fosforito de entradas agotadas en los carteles de la fachada modernista del Teatro Campos. Lola Herrera y nadie más. Cuatro sillas, una mesita, dos haces de luz y la ausencia de un Mario que "anoche cenó como si tal cosa". Ni coristas, ni ballets, ni espectaculares números musicales, ni sorprendentes contorsionistas siamesas. Solo el brutal elenco formado por la única y octogenaria maestra de la interpretación sobre el escenario. Suenan suavemente un violín y un piano al levantarse el telón. Eso es todo.

Desde noviembre de 1979, que estrenó la obra en el Teatro Marquina de Madrid, Lola Herrera proporciona cuerpo y voz al monólogo doliente de la viuda de Mario, Carmen Carrillo. El texto lo creó Miguel Delibes y lo hace carne una de las más grandes actrices vivas y en activo del último medio siglo.

A sus 86 años Herrera debe estar convencida de que existen lolers como hay believers o tanganers.Verdaderas fans, mayoritariamente mujeres. Y de todas las edades.

La joven Jose Carrera, por ejemplo, se desplazó ayer, una tarde desapacible de enero, en autobús desde Donostia acompañada por su hermana Pilar Carrera. "Volveremos en el último bus. Hemos venido porque Lola es lo más, maravillosa, grande siempre". Lo dicho, una loler.

El caso de Luzmar Díaz,Luis González del Río,Ezequiel García, Manuel Díez,Victoria Rosito y Ana de Paz es más intenso: vinieron desde León para disfrutar del arte de Lola Herrera.

Pero, para lolers totales, Cristina de la Torre y Salva Fernández, que recorrieron la kilometrada que separa Valencia de Bilbao para ver a la diva pucelana y, de paso, visitar la villa de Don Diego y Santander.

Las hermanas María Jesús y Carmen Fernández se declaraban del mismo Bilbao y "adictas al teatro, el musical y la ópera". Reconocían no haber gozado con anterioridad del vacío de Mario, pero aseguraban haber "oído hablar mucho". Las relaciones familiares abundaban en la platea. Era el caso de Amaia y Begoña Bikandi; el de Enma y Pilar Sainz-Maza; el de José Ramón Etxebarria, Esther Goicoechea y Alazne Etxebarria; o el de Rosa Mari Expósito y Roberto Calvo, madre e hijo, igual que la simpatiquísima Karmela Oleaga y José Orbe.

Entre los imprescindibles se contaban las figuras expertas de Pedro Barea y David Barbero, que ocupaban butacas contiguas.

Cuando se apagó el círculo de tulipas que alumbra la platea del Teatro Campos, surgió la melodía melancólica que trenzaron las notas del violín y el piano, se abrió el telón y luego nació un silencio sólido, de pura veneración. Casi religioso.

La mujer de luto, minúscula bajo la cúpula ovalada y órganica del patio de butacas, fue agigantándose con cada leve movimiento de cabeza, cada gesto minúsculo de sus manos, cada mínimo subir y bajar de las gafas o el pañuelo. Utilizaba la voz con una claridad tupida de matices, como si le cupiera una banda de jazz entre la lengua y el paladar. Transitaba de un inapelable estado de ánimo a otro. Manejaba las comisuras de los labios y los párpados con la exactitud de un cirujano; con la pulcritud con la que el propio Delibes clavaba cada signo de puntuación.

Así dejó boquiabiertas las mismas columnas pintadas en dorado y cobre. Y temblaron las paredes verde musgo. El propio teatro se convirtió en un loler más.

Como Miguel Ángel Izquierdo, Francisco Rodríguez, Begoña Portela, Nagore Nicolás, Ana Jordán, Antonia Ruiz, María Isabel Salvador, Mari Carmen Múgica, Jone Martinetxea, María Jesús Ortiz, Pilar Amézola, Nerea Carrero, Marixín Martínez, Rosa Cortijo, Iñaki Goikoetxea o María Teresa Marañón.

Lo realmente extraordinario es que Lola Herrera lleva obrando esta magia desde hace 41 años

Lola Herrera regresó a Bilbao por enésima vez para interpretar 'Cinco horas con Mario' y dejó sin entradas el Teatro Campos

El tirón de la intérprete vallisoletana desplazó a la capital vizcaina público que se acercó desde Donostia, León o Valencia