Ekaitz era “el típico guindi, el perejil de todas las salsas”. Un crío rubio de ojos azules, “con mirada de trasto”, que llegó a tener novia y cuadrilla en el colegio y en el hospital, donde surfeaba, aferrado a su imaginación y al triángulo de la cama, “enganchado a los tubos por todos los lados”. “Fue niño toda su enfermedad”, dice Susana del Amo, su madre, que solo pudo disfrutar de él seis años por culpa de una leucemia. “Cada día que me levantaba y seguía despierto lo aprovechábamos como un regalo. Cuando se marchó, yo recuerdo el silencio, solo eso”. Un silencio que desapareció, tiempo después, con la llegada de su hija Araitz, de 7 años. “Nadie sustituye a nadie, pero empieza a haber otros sonidos, otras vivencias”, celebra esta durangarra, que comparte su historia, en el Día de la Madre, para visibilizar que “no todas las maternidades son de color de rosa” y recordar “a las que están ahora en el hospital, a las que están acompañando a ese hijo o hija del que se tienen que despedir y a las que acaban de hacerlo porque sé lo que es”.

“Eres madre las 24 horas y tienes que dar tu mejor versión, da igual lo que sientas, pasa a un último plano”

Presente todos los días del calendario, Susana relata algunas anécdotas de su hijo, como cuando metió la cabeza en el triángulo de la cama o acogió a una niña más pequeña en el Hospital Niño Jesús de Madrid, donde ingresó para un trasplante de médula. “Dijo: Esa va a ser mi hermana y, cuando había cambio de enfermeras, como la cría no les dejaba que le miraran la temperatura, se encargaba él. Tenía una personalidad muy especial”, destaca y cuenta que, en otra ocasión, “salió a la calle a buscar un donante para una amiga. Cuando él lo necesitó decía: Ama, estate tranquila, que estarán buscando también un donante para mí. Era un crío muy consciente”.

Susana repasa estos y otros episodios sin perder la sonrisa, firma de la familia, pero ha sufrido lo indecible. “Cuando tienes otro hijo te dicen: Ay, ahora vas a ver o la vainada de Ya se te pasará. ¿Cómo se me va a pasar el dolor si se me ha muerto un hijo? No hay tiempo, un año, dos años, cien años... Si quieres a alguien con tu vida, el duelo es eterno”. Aun así, transmite optimismo. “Soy una mujer positiva, me han educado así, pero cuesta, no es fácil”, admite. Y eso que está entrenada para enmascarar emociones a pie de cama. “Eres madre las 24 horas y tienes que dar tu mejor versión, da igual lo que sientas, pasa a un último plano”.

“Solo piensas que no se muera”

Susana, responsable regional en una empresa de ventas, no tenía un gran instinto maternal, pero en cuanto se quedó embarazada, con 35 años, le “cambió el chip absolutamente”. Ahora, eso sí, tenía “muy claro que solo iba a ser madre de Ekaitz”. Una idea que reforzó tras “un parto jorobado, de los que dices: Después de esto, me desapunto”, se ríe. “Dicen que se te olvida cuando ya tienes al niño, pero no es cierto”, desmiente. Luego, aclara, “estuve feliz de la vida porque Ekaitz fue un niño fácil desde que nació hasta que murió”.

El varapalo llegó cuando su hijo apenas tenía cuatro años. “Estando de vacaciones fuimos a un pediatra porque le vimos unos moratones en lugares que no eran normales. Le dimos todos los signos de lo que puede ser una leucemia: palidez, cansancio, dejar de comer..., pero no le saltó la alarma”, explica Susana. De regreso, un día le vieron “unas ojeras especiales” y del ambulatorio les mandaron “corriendo” a Cruces. “Hay una analítica, revuelo, el susto del crío porque ve que algo está pasando... Cuando te llaman a un despacho y te dicen: A un 90% tu hijo tiene leucemia, se para el mundo a tu alrededor, sientes miedo y solo piensas que no se muera”.

Ekaitz, en pleno tratamiento de su leucemia, besando a su madre.

Por más que Susana se repitió “va a salir, va a salir”, se focalizó “en los porcentajes positivos de los diagnósticos” y aprendió a “llorar en veinte segundos” para acompañarle con su mejor cara, tras un largo proceso y varias recaídas, el desenlace no fue el deseado. “Entramos en paliativos y él decidió hacerlo en casa. Una semana antes, viendo una película de King Kong, dijo: Ama, yo me quiero morir en tus brazos. Pues, bueno, vale. No sé si lo dijo conscientemente o le salió en ese momento, pero Iñaki y yo tuvimos la gran suerte de poder acompañarle hasta el final”. Después, “el vacío y el dolor” se apoderaron de ella. “Quieres dejar de respirar, pero tu cuerpo sigue respirando. Es una mierda. Se aprende a vivir con esa pena o sin él, aunque esté presente siempre”.

“Soy una tía feliz, con suerte”

Susana siempre se ha considerado “una tía feliz, con suerte” y, por increíble que parezca, se sigue sintiendo afortunada. No en vano disfruta “como si fuera el último día” recogiendo a su hija, Araitz, del colegio, viéndola jugar con sus amigos o llevándola a la piscina. “Los aitas que no han perdido a un hijo o una hija no valoran esas cosas porque para ellos es algo normal, pero cuando tú has dejado de tenerlo, sabes que la vida es efímera y que puede cambiar sin motivo aparente, porque nuestros hijos estaban sanos hasta que tuvieron cáncer. Por eso, la veo jugar y digo: Qué suerte, porque nuestros ojos son diferentes”, explica esta madre, que dice “más veces te quiero” porque sabe que “la vida de repente” le puede “dejar de dar la oportunidad de decirlo”. “Vivimos conscientemente desde esa alerta a la posible pérdida”, recalca en referencia a las familias con las que fundó La Cuadri del Hospi, asociación desde la que arropan a otros padres y madres en sus travesías.

Traer a Araitz a este mundo, sin embargo, fue una decisión que le costó “mucho tomar por miedo a que volviera a pasar, a si sería capaz de querer lo mismo que le quería...”, se sincera. Lo cierto es que madre e hija lo mismo funden sus sonrisas que sus miradas cómplices o sus cuerpos en tiernos abrazos.

Susana del Amo, junto a su hija Araitz Miguel Acera

Aunque Araitz no pudo conocer a su hermano, ella y Jon, otro niño que también perdió al suyo por un cáncer, fantasean con que son las estrellas que más brillan en el cielo y se los imaginan “jugando juntos” allí arriba. “No los pueden ver, pero sienten que están. Han aprendido a hacer ese duelo de no tenerlos aquí. De repente se enfadan porque sus hermanos no están y los de sus amigos sí o se quieren ir ellos también para poder jugar con sus hermanos”, cuenta Susana, que piensa en cómo sería Ekaitz a través de sus amigos. “Te ven y te dan un achuchón y dices: Jo, estaría aquí. Y viene Araitz: Ama, ¿Ekaitz estaría con ellos? Sí, estaría con ellos. Es inevitable”.

“Somos unas Incomprendidas”

Susana no es de fechas, acostumbrada como está a saborear el día a día, ni de instantes especiales. “Cuando te han diagnosticado a un hijo con cáncer cada día y cada momento es importante, lo más básico, lo más normal... Seamos conscientes de lo que tenemos entre manos, de lo que es la vida, al fin y al cabo”, aconseja.

Pese a haber vivido la experiencia más dura de todas las posibles, no le gusta que le cuelguen la etiqueta de madre coraje. “Eso es una bobada como una casa. ¿Qué madre no va a estar al lado de sus hijos? Una es fuerte cuando tiene que serlo, punto pelota. Ni coraje ni nada, es ser madre o padre, como ser amama o aitite, izeko u osaba, da igual porque cada uno tienen una función”, zanja.

“Eso de madre coraje es una bobada. ¿Qué madre no va a estar al lado de sus hijos? Una es fuerte cuando tiene que serlo”

Puesta a definirse a sí misma por cómo ejerce la maternidad, no sabría qué decir. Los demás tampoco. “A una madre de oncología que ha perdido a un hijo no se atreve nadie a decirte cómo eres porque no tienen punto de comparación”, afirma. Por tanto, nunca se ha sentido juzgada, pero “sí somos unas incomprendidas porque nadie que no haya pasado por lo mismo lo va a entender. También te digo, a cualquier madre que lo haya pasado le da igual, está por encima de eso, del bien y del mal. Nadie te puede decir nada, nadie. Y si alguien juzga, solo tiene que ponerse en los zapatos, se los regalamos cualquier madre o padre”.

Aunque Susana se ha pasado el juego de la maternidad con creces, se confiesa aprendiz de sus hijos. “Me han enseñado los dos a adaptarme a la circunstancia, a no preguntarme por qué, ya que me toca esto, voy a darle la vuelta. Yo aprendí de un enano a decidir cómo vivir mi vida”, valora y se le viene a la cabeza una de aquellas tardes en las que Ekaitz tenía que ingresar para someterse a quimioterapia. “Tenía que estar diez días y si orinaba, porque la había expulsado, luego podía irse a casa. Aprendió los números en el hospital, viendo las analíticas”, comenta con naturalidad y revive lo mucho que le costaba a su hijo dejar atrás su hogar. “Salíamos a las siete de la tarde para hacer el ingreso y él no quería ir, quería quedarse en casa por mal que estuviera. Cuando al final le sacabas, iba llorando, le metías en el coche y, una vez dentro, decía: Bueno, ama, venga, manda un whatsapp a ver quién está en la planta. ¿Has metido los talkies para que hablemos? Me enseñó que de todo se puede sacar algo bueno”.