Han pasado 40 años, pero la catástrofe aérea del monte Oiz quedó impregnada para siempre en Kepa Herranz. Las imágenes “dantescas”, el silencio, el olor... “Son cosas que se te quedan grabadas. La mezcla de combustible con cuerpos quemados se te pega al cuerpo, a la ropa... Notas un olor similar, como el del accidente de la autopista de Euba, y, pum, te viene a la cabeza Oiz”, dice este voluntario de la DYA, que hace apenas unas semanas revivió esos recuerdos durante un vuelo de regreso a Bilbao. “En el avión una chica dijo: Mira, está ahí Oiz y me puse en tensión. Mi mujer me enganchó de la mano, me miró y me dijo: Tranquilo. Te viene, eso te queda siempre”, recalca.

Kepa tenía 24 años y estaba en el euskaltegi cuando un compañero, que tenía emisora en el vehículo, le fue a avisar de que había habido “un accidente muy grave”. Encuadrado en el grupo de rescate de la DYA, cogió una mochila con unos guantes y se dirigió a Oiz con otros voluntarios, tras pasar por la central. “Había bomberos, ertzainas, guardias civiles, policías locales y gente de Cruz Roja. Más o menos llegamos todos a la par”, detalla.

“Es el accidente que más me ha impactado por la magnitud y por cómo estaba todo”

KEPA HERRANZ - Voluntario de la DYA

Por el camino iban comentando, “como en cualquier emergencia, cuántos habrá, cómo estarán”, pero enseguida se dieron cuenta de que no había supervivientes. “Fue muy impactante. Nos dividimos en grupos con talkies para peinar la zona y cuando vas escuchando por los equipos: Negativo, aquí clave negra, dices: Órdigas, lo que mi vista está viendo se está cumpliendo”, recuerda. A falta de heridos, se dedicó a “recoger restos humanos entre las ramas, entre el fuselaje, en la tierra, e ir clasificándolos. Una cabeza, con un tronco que está aquí, creemos que será suyo. Aquí hay dos piernas, pero no hay ningún tronco. Era como un puzle. Suena un poco macabro, pero es la realidad. Seguíamos las órdenes que nos iban dando los forenses”, dice.

Era un “día muy malo, de niebla, agua y frío” y Kepa trabajó sobre el terreno “hasta que se quitó la luz”. “Esa noche sí pegas ojo y las siguientes. El recuerdo empieza a venirte al de unos días, cuando estás solo viendo la tele o te vas a la cama”, afirma. Aunque los voluntarios “igual estamos hechos de otra pasta o el hecho de ser altruistas nos hace filtrarlo, sí te sigue pasando factura”, confiesa.

También guarda buenos recuerdos, como el de “una señora que tenía el baserri en el quinto carajo y nos decía que nos traía café: Chicos, que lleváis aquí todo el día”. O el del “casero que venía con su tractorcillo y nos hizo de guía”. “La gente de los baserris colaboró mucho. En general, hubo una solidaridad muy grande”, ensalza. La voluntaria de la DYA Pili Martínez lo corrobora. “Hace 40 años se contaba con menos medios y, entonces, todo el mundo que podía ayudar echaba una mano. Ahora está más protocolarizado todo”, comenta. “Hay transmisiones, vehículos, drones... Enseguida te sacan un mapa, te hacen unos cuadrantes y cada uno, a un sitio. Cuando aquello era con talkies, a mano y visualmente y la persona que conocía la zona, indicando. Para lo que había y con el desconocimiento de lo que era una catástrofe aérea, creo que se organizó bastante bien”, valora Kepa.

“Personas de excesivo morbo”

El espíritu solidario que se respiró aquella jornada se vio empañado por “personas de excesivo morbo que intentaban meter la cámara de fotos muy directamente. Hubo voluntarios y bomberos que les decían: No saques la foto, que la familia va a reconocer esa cara. Eso sí que me jorobó. Lo único que hubo de negativo”, censura Kepa.

“Hace 40 años había menos medios y todo el que podía ayudar echaba una mano”

PILI MARTÍNEZ - Voluntaria de la DYA

A día de hoy hay quien le sigue preguntando por el accidente, pero ni entonces ni ahora entra en detalles. “Causó un gran impacto. La gente te decía: ¿Cómo ha sido? ¿Cómo estaban? Y yo: No, no, ya lo has visto en prensa. No lo contaba por la morbosidad y por mí mismo, para descansar”, reconoce este voluntario de la DYA, que ha visto “bastantes catástrofes, atentados, muchos accidentes de tráfico, alguno de tren”, pero el de Oiz es el que más le ha “impactado por la magnitud y por cómo estaba todo”.

A los veteranos como él, dice, no les gusta “rememorar estas cosas”. “No entramos mucho en materia porque bastante pasamos en ese momento”, argumenta y recuerda que “hoy en día hay gabinetes psicológicos para los equipos de rescate, pero cuando aquello tu psicólogo eras tú y tu entorno”.

Pili, que se encargaba de la coordinación, explica que “las primeras llamadas siempre son muy confusas, te hablan de un rayo, una explosión, una bomba, el estruendo... Cada una te da un matiz y te vas haciendo una composición de lugar”. Desde “el minuto cero”, dice, se avisaba al grupo especial de rescate “llamando a los teléfonos fijos, porque no existía el móvil, de los voluntarios más cercanos a nuestra base. A la mayoría les pillabas trabajando, pero curiosamente sus jefes les solían dejar vía libre para que salieran corriendo a ayudar”.

Una vez en el lugar, “el que primero llegaba intentaba dar una información lo más amplia posible de la situación para seguir movilizando recursos. Lo primordial era la rapidez y la eficacia”, subraya. En Oiz, por desgracia, no había víctimas con vida. “Cuando no hay supervivientes, baja un poquito la tensión y la labor cambia”, afirma Pili, para quien “hay que tener la cabeza muy fría, las cosas muy claras y mucha experiencia” para intervenir “con éxito” en los rescates. Aun así, confiesa Kepa, “muchas veces hemos ido a pecho descubierto y nos la hemos jugado cruzando un poco la línea roja porque lo haces vocacionalmente, por ayudar”.