HOY en día resulta muy difícil imaginar un zapatero, una tienda de ultramarinos o un barbero”, reflexiona la concejala de Cultura de Galdames, Nagore Orella. Pero “existieron y dejaron huella”, como pueden comprobar los vecinos en Negocios de familia: la séptima publicación sobre la memoria histórica local que el Ayuntamiento regala en Navidad, elaborada por la empresa Novélame a partir testimonios condensados en 192 páginas y doce capítulos.

La “eclosión” de la actividad minera se convirtió en un imán para miles de personas que “desarrollaron actividades comerciales para satisfacer las necesidades de una población “carente de todo”. Muchos negocios se establecían en las plantas bajas de los caseríos y sus encargados vivían en las superiores.

Algunos de esos oficios ya se han extinguido. Así, a A Francisco Urizar García se le considera “el último caballista”. A los 11 años cargaba un barreno “que abultaba más que él” por dos pesetas al día. Tras ejercer como pinche, ayudante de artillero “para el desmonte de la mina Escarpada” comenzó a conducir un caballo “que arrastraba un vagón cargado de mineral” en una explotación a cielo abierto. Cuatro caballistas se esforzaban en “manejar cuatrocientos vagones por jornada”. Reunía seis pesetas al día por doce horas de faena. De ahí pasó a Altos Hornos,por el doble de sueldo. Entonces residía en El Pobal “e iba a Sestao caminando, saliendo a las tres o cuatro de la mañana para entrar a las seis y regresaba también a pie”.

Nacido en Gatika a finales del siglo XIX, José Iturregui Mardaras, probó suerte primero con la venta de telas, calzado y mobiliario, hasta cinco comercios en Bilbao. En uno de ellos conoció a su futura esposa, la galdamesa María Jesús Martínez de Lejarza. “Inteligente y muy adelantada a su tiempo” viajaba para proveerse del mejor género. Residentes en la capital, buscaban Galdames para disfrutar de su tiempo libre y a principios del siglo XX acabó por trasladar a Enkarterri la cría de gallos de pelea”.

A lo largo de seis décadas “además estudió su morfología para mejorar la raza” llegando a contar con “trescientos ejemplares”. “Los probaba en la plaza de tienta en su criadero, un pequeño ruedo donde medía el temple de los animales forrando previamente las espuelas para evitar que se dañaran. En muchas ocasiones, asistían a estas exhibiciones diplomáticos centroamericanos, a quienes los compradores mandaban al barrio de Ibarra para constatar la calidad del ejemplar antes de materializar la compra”, describen desde Novélame.

La coletilla de “el último” se repite con Cipriano Mardones Uriarte. Antes de la Guerra Civil otros cuatro barberos acicalaban en la localidad para atender a una población en plena expansión. En 1967 se interesó por el negocio tras el fallecimiento de Severino Peñalba Rupérez, el anterior propietario. Sus tres hijos se distribuían las tareas llegando en la Gilda, el autobús que tomaba su nombre de la famosa película. “Cada jornada podían arreglar el aspecto de cerca de sesenta personas que acudían sin cita previa y esperaban su turno con paciencia” en el bar mientras las mujeres hacían la compra y los niños jugaban. A menudo la jornada terminaba “bien entrada la noche parando un rato para comer en el bar de Matilde y enseñar a los chavales a jugar a pelota mano en la pared del mismo”. Los hermanos Rodolfo, Carlos y José Ramón Mardones pusieron a punto cabellos y barbas durante una década.

Poesía y teatro

Leoncio Vicario Prado conquistó a los vecinos con su talento para la poesía, además de su destreza para confeccionar zapatos. “Conformó junto a otros vecinos una rondalla llamada los bandidos del amor que tocaba por las romerías y tabernas y escribió pequeñas novelas y obras de teatro que dirigió y se representaron ante los galdameses”, evocan en Novélame. En Vistalegre “otro matrimonio se dedicó a la misma profesión, pero lo dejaron para convertirse en comediantes y cada día por la mañana cogían sus bártulos e iban por los pueblos llevando a cabo representaciones y regresaban a Galdames al anochecer”.

Oficios como zapatero y cestero abundaban para dar cobertura a la demanda: Gregorio y Venancio Ulayar, Tomás Galarza, Manuel Martínez, Carlos Díez, Martín Aizpurua, Jacinto Molinos, Antonio Murua, Pedro Santamaría, Eliades Larrucea pusieron su destreza a disposición no sólo de los vecinos sino también de los trabajadores de las explotaciones quienes, por otra parte, a menudo compaginaban las explotaciones con sus propios negocios.

Para la logística diaria del municipio resultaba imprescindible Manuel Antonio de la Torre Aretxabala, que recogía y repartía leche. No sólo eso, también transportaba la cinta cinematográfica que se proyectaba en el salón parroquial, así como las mesas y sillas para las romerías y el vino a los bares”. Sobre esta línea, los Olartekoetxea abastecían desde su alhóndiga del barrio Soberrón.

Las mujeres construyeron su propia parcela de independencia gracias a emprendedoras como Petra Saratxaga”. En su tienda entraban “con la excusa de llenar sus despensas, comprar hilos o cazuelas y pasaban allí un buen rato charlando de todo y de nada.