Bego Bengoetxea vive en un caserío del barrio de Altzusta, en Zeanuri. Un entorno idílico, pero con un gran hándicap para las personas que, como ella, peinan canas: la farmacia, el supermercado o el médico están a casi cuatro kilómetros de casa. Por aquí no pasan autobuses y ella no conduce. Así que Roberto Emaldi, el taxista que la acerca al centro del pueblo cada miércoles y viernes, y la lleva de vuelta a casa, es casi un ángel de la guarda para ella. Incluso la acerca a clases de gimnasia. “Si no fuera por él, para mí sería imposible ir al pueblo”, afirma.

El Ayuntamiento de Zeanuri lleva varios años ofreciendo un servicio de taxi rural, que permite a los vecinos que viven en los barrios más alejados del pueblo como Asterria, Altzusta, Undurraga o Otzerimendi. Los usuarios pagan un precio de 1,5 euros por cada viaje de ida y vuelta, y el Consistorio se encarga de sufragar el resto del coste.

Roberto Emaldi lleva toda su vida trabajando al volante del taxi; antes que él, también su padre fue taxista. Hace treinta años que empezó a trabajar y, entre carrera y carrera, también se encarga de acercar a los vecinos de estos barrios, al centro de la localidad los miércoles y los viernes. “Bien para ir al médico, a la peluquería, a hacer alguna compra, a la farmacia...”, enumera. Les empieza a recoger a las 9.45 horas y, con una ruta fija, les va bajando hasta el pueblo. “La hora a la que les llevo de vuelta depende de lo que tarden en hacer las gestiones: un día es una hora, otro día dos...”, explica. Los lunes y miércoles, además, lleva a otro grupo de ocho personas, “siempre los mismos, jubiladas y jubilados”, a gimnasia y manualidades.

Sigue siendo un servicio casi imprescindible para este colectivo, que viven a casi cinco kilómetros del centro. “A la gente que no tiene coche les viene muy bien porque suele ser gente mayor que ya no puede andar tanto. Para una persona de 85 años es imposible ir andando. Tengo algunos clientes de algo más de 60 años y todavía pueden bajar, pero subir con dos bolsas de compra... Hay mucha cuesta y sin hablar de cuando hace mal tiempo en invierno”, reflexiona.

Menor demanda

Eso sí, reconoce que, con el tiempo, la demanda se ha ido reduciendo. “Hace años llegaba a hacer tres viajes con el coche solo de un barrio, bajaba a doce personas en una mañana. Ahora, dos o tres”, asegura Emaldi, que en un mes traslada a unas sesenta personas. Son, sobre todo, personas mayores que, por ejemplo, viven con hijos que se marchan a trabajar durante el día. “Al no tener coche, necesitan el taxi, por ejemplo si tienen que ir al médico, que son por la mañana. Y los hijos, si se marchan a primera hora a trabajar y no vuelven hasta la tarde, no les pueden llevar”, apunta.

El roce hace el cariño y el propio Roberto admite tener “muy buen rollo” con todos ellos. “Se portan muy bien conmigo; me traen manzanas que tienen en casa, membrillo, vainas, puerros... Antes me daban hasta un queso pero ando justo con el colesterol”, sonríe. Y es que intenta ayudarles en todo lo que puede. “Les cojo las compras y se la saco hasta la puerta de casa. Una mujer que está un poco fastidiada me encarga que le suba la compra y lo que necesita de la farmacia; ella llama y yo se lo recojo; no me cuesta nada. La verdad es que el servicio funciona muy bien; ellas están contentas y yo también”.

Bego admite estar encantada con Roberto. A sus 89 años, viuda, vive con uno de sus cuatro hijos en el caserío al que llegó recién casada desde su Ipiñaburu, hace 62. Pero no conduce y cuando él se marcha a trabajar, este servicio le resulta imprescindible para ir al médico, a la farmacia o, explica coqueta, a la peluquería, “antes cuando me teñía una vez al mes, ahora menos”. “No hace falta que llamemos para que venga; pasa los miércoles y los viernes a las 10.30 y salimos a la carretera a esperarle. Para subir no tiene hora, cuando terminamos de hacer los recados. Hasta el pueblo casi 4 kilómetros con mucha cuesta, nos hace falta. Si no, no podría bajar, aunque con el hijo también voy si necesito hacer algo”, explica. Compras no, advierte, ya que es la propia dueña de la tienda de alimentación la que se encarga, con una furgoneta, de hacer el reparto de los pedidos en los caseríos más alejados una vez a la semana.