El concepto vieja del visillo ha transformado para hacerse mucho más amplio estos días. La práctica de curiosear desde la ventana ya no distingue de género ni edad, aunque las clases sociales se dividen en la ciudad entre los que tienen balcón y los que no. ¿Y aquellos con terraza o jardín? De sangre azul por lo menos. Con la actividad completamente paralizada durante el primer día festivo del estado de alarma -y todo apunta a que no será el único-, ayer había que elevar la mirada a los edificios para ver rastro de vida humana. O al menos para divisar bilbainos que no estuvieran comprando el pan o paseando al perro, las únicas ocupaciones con las que se podía justificar estar a pie de calle. Ávidos de rayos de sol, muchos ciudadanos se encaramaron a los alféizares para charlotear con sus vecinos aprovechando la ausencia del ruido del tráfico.

Las calles desangeladas fueron una estampa inusitada durante una jornada en la que los termómetros alcanzaron los 23 grados, lo que motivó que las ventanas permanecieran abiertas durante toda la mañana. La imagen de la calle Autonomía sin vehículos resultaba impactante mientras varios vecinos guardaban distancia para acceder a una panadería Bertiz que estos días no cuenta con servicio de cafetería. A escasa distancia, el hotel Ibis Budget continuaba abierto a la espera de que los últimos huéspedes abandonen el establecimiento para poder echar la persiana. En el ensanche bilbaino había posibilidad de dar la vuelta a la manzana sin cruzarse con una sola alma y, a pesar de que la falta de circulación hacía que los cantos de los pájaros y el ligero rumor del viento se percibieran más de lo habitual, la vista resultaba más distópica que bucólica.

"Les hemos pedido que no salgan y la gente tiene miedo", confesaba Javier Carreño, propietario del kiosco de Indautxu, que ha sido testigo de cómo ha menguado su negocio en los últimos días a pesar de que el fin de semana anterior fue bueno. "Los periódicos se venden entre un 50 y un 60% menos y la prensa deportiva ni se huele", revelaba el kiosquero que aseguró que "es un barrio en el que vive mucha gente mayor". En esa tesitura, indicó que echa de menos más ayudas para los autónomos. Y teniendo en cuenta que "las monedas son un foco de contaminación", se preguntaba por qué los bancos no han eliminado ya la comisión para pagar con tarjeta.

En la esquina de Maestro García Rivero con Pozas, varios vecinos de diferentes bloques charlaban distendidamente mientras lanzaban miradas furtivas a los pocos transeúntes. Desde algunas ventanas abiertas de par en par emergían ritmos de reguetón. A escasa distancia, en Rodríguez Arias, dos chavales sin camiseta se lanzaban la pelota de un lado al otro de terraza del último piso. ¿De puertas para dentro? Las historietas de Francisco Ibáñez en Rue del Percebe podrían quedarse cortas.

En la plaza Moyúa, que lucía sus jardines con amapolas y tulipanes en plena eclosión de la primavera, circulaban más unidades de Bilbobus, vacías en su mayoría, que vehículos particulares. A primera hora de la tarde, llamaba la atención un autobús para donar sangre. "Hace falta que nos juntemos ante la adversidad", expuso Virginia, una vecina que nunca antes había donado sangre pero se había acercado tras escuchar el mensaje que instaba a los ciudadanos a colaborar difundido por una ambulancia horas antes.

Casco Viejo

"Lo saco por la mañana, al mediodía y a la tarde. No es una excusa para salir", afirmaba con rotundidad Eugenia Griffero, vecina del Casco Viejo que paseaba a su perro, una ocupación que estos días es vista con cierta envidia por aquellos que no tienen mascota. La directora del Festival Internacional de Grabado de Bilbao ha tenido que volver con antelación de un viaje de trabajo en Nueva York. "Es terrible lo que estamos viviendo", señaló Griffero, que estos días trabaja desde su vivienda. Sin comercio ni hostelería, y ante la desaparición de los turistas, las Siete Calles estaban desiertas a excepción de unos pocos peatones con una barra de pan bajo el brazo.

"Estamos llevando fatal la situación. Viene menos gente aunque acapara más", confesó Aimar Martínez, propietario de la pastelería Confiarte, en la calle Hernani, donde ya no pueden despachar cafés. En la paralela Dos de Mayo, donde es habitual ver a la gente apostada en la acera, ni una sola alma. Solo la conversación entre dos vecinas que hablaban de un lado a otro de la vía interrumpía el silencio. ¿Cómo lo lleváis? "Con mucha paciencia. No estamos acostumbradas a ver la calle así", revelaba una de ellas.

En la calle San Francisco, una vecina lucía pijama y zapatillas de casa, además de mascarilla, para comprar el pan. "Hay gente que vive en la calle y no tiene donde meterse", evidenció Aritz Lanza, propietario de un estanco, para razonar por qué había tanta gente en el barrio los días previos. Por la jaranera plaza Corazón de María solo transitaban un trabajador de la limpieza y un hombre con un perro. Señal de que se hacen controles para que se respete la clausura. Doy fe. En ausencia de una hogaza o chucho que tire de la cuerda, una patrulla de la Policía Municipal se detuvo a mi vera. "Buenos días, ¿qué hace en la calle? ¿Tiene algún justificante?". Tras ver mi salvoconducto, los agentes que llevaban varias jornadas realizando una intensa labor pedagógica y ya no se andaban con chiquitas, permitieron que continuara.

Menos contaminación. La drástica reducción del tráfico que estos días es más que notable en Bilbao, ya está dando sus frutos. Según dio a conocer ayer Greenpeace, la contaminación de las ciudades del Estado se ha desplomado durante la primera semana del estado de alarma. Los valores medios de dióxido de nitrógeno en urbes como Madrid o Barcelona apenas alcanzan el 40% del límite fijado por la OMS y la UE, después de que su tráfico se haya reducido alrededor de un 60%.