Bilbao - Aunque “a la gente le sirve, porque ya no tiene el problema”, para los educadores sociales que trabajan con adolescentes conflictivos internarlos “no es la solución”. Así lo sostienen Juan Zalduondo y Maite Pacheco, dos profesionales que tratan de arrojar luz sobre el trabajo que realiza este colectivo, a raíz de la polémica generada en el barrio de Ollerías tras la fuga de un menor de un centro. “A un chaval que genera un conflicto muy grande en un barrio puedes retenerlo físicamente, pero como no hagas un proceso para que cambie, cuando vuelva a ese entorno hará lo mismo”, advierten.
Los vecinos, que sufren en ocasiones los daños colaterales, urgen a tomar medidas y no entienden por qué hay menores que delinquen en la calle. “El espíritu de la ley es educativo y muchas veces los jueces adoptan medidas de medio abierto, como una libertad vigilada o una convivencia en un centro, para trabajar los problemas del adolescente en un contexto más normalizado”, explica Juan, que dirige el hogar de titularidad foral Zabalondo Etxea en Mungia, donde conviven adolescentes que presentan conductas violentas o amenazas graves hacia sus padres. En los casos en los que el delito es muy grave o hay alarma social, añade, “se pueden decretar medidas cautelares de internamiento, pero tiene que haber base jurídica, porque tampoco se puede coger a un chaval y encerrarlo”.
La fuga, el pasado mes de mayo, de un miembro del clan de Los Pichis de un centro de protección de menores no les causa sorpresa, dado que carecen de “medios arquitectónicos o físicos” que lo impidan y los educadores no tienen “recursos ni competencias para retenerlos”. “Un hogar de la red básica está en un edificio con vecinos. Si tu hijo de 16 años de repente dice: Me piro, podrías echar la llave, pero ¿y si sale por la ventana? Cuando un chaval se fuga, en la medida en que podemos, vamos a buscarle”, asegura Maite, que trabaja con adolescentes con graves problemas de conducta en el hogar Laugune de Laukiz.
El empleo de la fuerza queda descartado. “Si un chaval se quiere ir veinte veces, agarrarle te puede poner a ti y a él más en riesgo que dejarle ir y que encuentre la motivación para volver”, indica Juan. “Depende de a quién agarres y en qué situación, puede que ya sea muy complicado volver a establecer un vínculo. Otra cosa es que le digas: Vamos a hablar, para tratar de convencerle”, añade Maite. “La gente no entiende que muchas veces una respuesta coercitiva cronifica el problema”, resume Juan, quien aclara que “eso no quiere decir que no haya que poner límites”.
Con la cautela de quien desconoce los detalles, ambos consideran que en Ollerías habría que trabajar no solo con los menores, “que son la punta del iceberg”, sino también con la familia y el barrio. “Entiendo lo que supone para los vecinos vivir el problema, pero deben saber que las soluciones no son inmediatas. Sería interesante una labor de mediación. Si no se trabaja el conflicto entre el barrio y la familia, se va a resolver a la tremenda”, teme Juan.
Familias que no colaboran Pese a las dificultades, Juan y Maite son dos educadores de esos que nunca se rinden. De esos que se dejan la piel en dar la vuelta al calcetín de esas infancias carentes de referentes, abocadas a un futuro plomizo por la falta de atención o los malos tratos. “Si trabajas en esto es que crees que hay esperanza. Muchas veces hay casos de chavales que dices: Si lo tiene todo en contra y, de repente, pasa el tiempo, y tiene 25 años, un hijo, un trabajo y piensas: Si él ha podido, los demás pueden”, se autoconvence Maite.
Los chavales a los que intentan rescatar de ese sumidero de drogas, violencia y absentismo escolar por el que se deslizan son poco más o menos como los que aparecen golpeando puertas y levantando la mano a sus padres en ese programa de la tele, aunque los frutos de su intervención profesional, en la realidad pura y dura, se recolectan a mucho más largo plazo. “Las cuestiones de fondo son complejas. En su mayoría han sufrido abusos, negligencia, abandono... Todo eso tiene su reflejo en su falta de capacidad para relacionarse, para regular sus emociones y su conducta”, explica Juan. Dotarles de herramientas para revertir esa situación es precisamente la labor de los educadores, que tratan de crear un vínculo con el menor para, una vez ganada su confianza, ponerse manos a la obra. “Tienen que entender que estás para ayudarles. Si les devuelves lo mismo que se les ha estado devolviendo en otros entornos: que es un cafre, que la culpa la tiene él, ese chaval repetirá patrones”, advierte Juan.
En esta tarea, tan ardua como gratificante, las familias no siempre colaboran. “Si el chaval no quiere estar en el centro y la familia lo protege y esconde, todo se complica. Si, en cambio, le cierra la puerta y llama a la Policía, es mucho más fácil que entre por el aro y tú puedas hacer tu trabajo”, explica Juan. “También hay que ponerse en la piel de los padres. Te llama tu hijo toxicómano de noche y ¿qué haces, dejarlo en la calle?”, reflexiona Maite. “Son situaciones muy dramáticas”, reconoce él y destaca la necesidad de trabajar con los progenitores, que a veces “también son toxicómanos, tienen problemas de salud mental o están excluidos”. “Hay chavales cuyos padres ya estaban en centros”, apunta, clarificadora, ella.
Educadores sociales por vocación, de esos que en un arranque violento de un menor ven “una oportunidad” para modificar su conducta, ambos atesoran experiencias gratificantes. “Hay una chavala que estuvo en mi centro y va a estudiar Educación Social. ¿Sabes la ilusión que me haría que trabajara conmigo? Se me ponen los pelos de punta”, confiesa Maite y muestra su vello erizado.