TENGO una historia que no pararía de contar, porque son tantos años...”. Así, con esta advertencia, comienza Felicitas Hernández el relato de su larga vida, iniciada en 1910 en Salamanca y desarrollada en Bilbao. O sea, acaba de cumplir 104 años, pero no los aparenta. Además, mantiene una lucidez mental que ya la quisieran muchos jóvenes. Gracias a esa privilegiada memoria se acuerda de muchas cosas. Por ejemplo, de las romerías que había en Deusto, donde conoció a su marido; del trabajo en la huerta en el caserío en el que vivieron en Artxanda y, sobre todo, de la guerra, en la que perdió a dos hermanos “y nos amargó la vida”, dice. A pesar de ello, Felicitas ha sabido hacer honor a su nombre. Confiesa que ha sido y es feliz. Formó una familia que actualmente está compuesta por dos hijas, cuatro nietos, dos biznietas y cuatro tataranietos. Su marido murió con 81 años. Pero eso no le impidió mantener una vida activa y animosa, como lo demuestra su cita diaria con las amigas en un club de jubilados en San Ignacio para jugar a cartas, y los viernes, al bingo. Vive sola y no quiere ni oír hablar de las residencias “porque allí me deprimiría”. Lo único que le da miedo es “perder la cabeza”. “Si la pierdes ya no conoces a nadie y eso no es vida”, afirma.
Felicitas llegó a Bilbao con ocho años. Su padre, que era cartero en Salamanca capital, “ganaba poco y vino aquí en busca de un trabajo mejor pagado”. Pronto encontró empleo en el Casino de Artxanda, por lo que toda la familia, compuesta por los padres y cinco hijos, se instaló en un caserío de la zona. Desde Artxanda, Felicitas tenía que bajar todos los días andando a Deusto para ir a la escuela. Pero su etapa escolar duró muy poco. “A los 12 años la dejé”, cuenta, “porque a esa edad en mi casa había que empezar a trabajar. Lo necesitábamos”. Su primer trabajo fue en un taller en Hurtado de Amézaga, “donde hacíamos sábanas y fundas para Lasagabaster”. Recuerda que le pagaban “una peseta al día y me daban de comer para que no tuviera que volver a subir a casa”. Ese trabajo lo compaginaba con la venta de “grandes berzas” en el mercado del Ensanche. Posteriormente se empleó en la fábrica que Calzados La Palma tenía en la calle Iparragirre. “Nos quitaban diez céntimos a la semana para la Seguridad Social”, rememora. “Era en la época de la dictadura de Primo de Rivera”, prosigue contando, “y gracias a eso hoy cobro más pensión que la que me dan por ser viuda”. Pero Felicitas dejó de trabajar poco tiempo después. Se casó con 19 años con Mateo Bilbao, un joven apuesto de Deusto al que conoció en el baile de una romería de la república tomatera.
Se trasladaron a vivir al Casco Viejo, llegaron las dos hijas... Y también la guerra. “Eso fue lo peor; solo tengo malos recuerdos”, reflexiona Felicitas. Dos de sus hermanos desaparecieron. Ella tuvo más suerte. A su marido, enrolado en el ejército republicano, le destinaron a Asturias y allí se trasladó toda la familia. La suerte volvió a sonreírles cuando su marido pudo zafarse de la cárcel. Al final, el azar quiso que Felicitas acabara, tras la guerra, viviendo en Donostia y su marido trabajando de camionero. “Allí estuve 16 años hasta que volvimos a Bilbao”, cuenta. De nuevo en la capital vizcaina, se instaló en la calle Canarias de San Ignacio y su marido encontró trabajo como chófer en las líneas de autobuses municipales. Pero no fue el único traslado de domicilio. Años después, cuando la casa se les quedó grande, ya que las hijas se habían casado, Felicitas y su marido decidieron irse a vivir a Larrabasterra. Pero ocho años después de quedarse viuda optó de nuevo por volver a su barrio, San Ignacio. Y ahí sigue.
Sola Vive sola en su piso. Y que nadie le hable de irse a una residencia. “Estoy muy bien”, dice, “como lo que me apetece y me entretengo haciendo cosas a pesar de que tengo ayuda del Ayuntamiento, una chica que me viene dos días a la semana a hacer la casa”. Otra persona le ayuda todos los días a acompañarle al Club Mixto de Jubilados a echar la partida. De vuelta a casa cena “un bocadillo de jamón y queso, una manzana asada y un vaso de leche”. Y luego ve algo la televisión. Cuando le preguntamos cuál es el secreto para haber llegado tan bien a los 104 años, Felicitas contesta que no lo sabe. “Pues igual el llevar una vida normal”, contesta, “y haber sido siempre una mujer muy tranquila, porque mi marido, como vasco, tenía muy mal genio”. También confiesa que ha tenido una salud de hierro. “Lo más que cojo es un catarro y se me pasa en tres días”. Larga vida.