Bilbao

PUEDE que la llama de su genio se apagara hace cinco años. Pero sólo eso. Los rescoldos de José Luis Iturrieta, quien fuera crítico gastronómico y cronista social de DEIA, siguen humeando atizados por el aliento de quienes le quieren como si fuera ayer. Más que compañeros de trabajo, amigos -o "hijos putativos", como él les llamaba-, Begoña Díaz de Tuesta, Olga Sáez, Oskar Martínez, Ander Narbaiza y Santiago Yaniz se reúnen para conversar, como hicieran cientos de veces con él dentro y fuera del periódico, en torno a una mesa. A orillas de la ría, Toni Bustinza ejerce de anfitrión en el Asador Ripa y descorcha una botella de Monje Amestoy a gusto del homenajeado. La silla de Iturrieta esta vacía. Todos le echan de menos, pero cubren su ausencia recordando el pronto que tenía, lo revuelta que llevaba la parte trasera del coche o lo espléndido que era.

Olga Sáez: Cuando conocí a José Luis, yo tenía 23 años y ganaba 25.000 pesetas, que era lo que me costaba la pensión. Él me acogió como si fuera su hija, me enseñó a comer bien, a distinguir el buen vino del malo e incluso me preguntaba: "¿Qué, txikitxu, ya llegas a fin de mes?". Era muy generoso hasta con quien le hacía faenas.

Oskar Martínez: Antes de llegar al periódico, siempre echaba mano de algo para las meriendas. Igual hacía un tema de Idiazabal y decía: "Oye, dame un queso para llevar a la redacción" o enganchaba manzanas y las dejaba por las mesas.

Ander Narbaiza: Luego él, como quien dice, daba un paso atrás y miraba cómo la gente disfrutaba. Lo suyo era dar y compartir.

Begoña Díaz de Tuesta: Y si no tenía nueces para darte, te decía: "Toma, te dedico la columna".

A. N.: Estaba convaleciente y siempre que ibas a verle te daba una botella de vino o una partitura de un libro antiguo. "Para que la enmarques", te decía. Alucinabas.

O. S.: Con lo que era él para sus antigüedades y te daba cinco hojas de un libro de canto gregoriano.

B. D. T.: A mí me llevaba a su biblioteca y empezaba: "Este libro llévate, este también...". No me los llevé nunca. Si lo hubiese hecho, tendría su casa en la mía.

A. N.: Los días que salía tarde se llevaba el DEIA recién hecho para dárselo al del peaje de Amorebieta. O te pedía camisetas y bolis para los saharauis o para llevar a Cuba. Siempre estaba dispuesto a pedir para los demás. Con su columna recaudó un montón de dinero y lo donó a Medicus Mundi. Se obsesionó con una cifra y la superó.

B. D. T.: Y sin Facebook ni nada.

La charla discurre entre platos de anchoas exquisitas, pimientos de huerta biológica supremos y pulpo. Sólo falta una delicatessen, los curruscos de ternura untados en la sabiduría de Iturrieta. Lejos de quedarse en la corteza del panegírico almibarado y esconder las migajas de sus defectillos bajo las servilletas, los comentan. Con la sinceridad y el cariño de la amistad verdadera.

O. M.: Era un poco mandón. A veces me llamaba a casa y me decía: "Tengo un queso, coge una botella de vino y te quiero ver en diez minutos en el periódico".

O. S.: O te llamaba al trabajo. "Baja en cinco minutos". Y tú: "No puedo, no he acabado". Y él: "¡Que bajes!".

Santiago Yaniz: A mí, en cuanto me veía: "¿De dónde vienes, dónde has estado? Apúntame, escríbeme".

A. N.: Tenía su mala hostia, no creas. Dori ha sido una santa teniendo al hombre que tenía, porque siempre estaba fuera de casa...

O. S.: Conmigo se solía quedar charlando hasta las tantas. Yo pensaba: Jo, cuando llegue a casa... Pero Dori le conocía de maravilla.

B. D. T.: En casa debían de pensar que tenía una amante porque hablábamos todas las noches hora y media o dos horas por teléfono. Según sacaba los perros al parque, me llamaba: "Cuéntame, ¿qué ha pasado hoy en el periódico?".

A. N.: Siempre protegió mucho a las chicas. Si le pedían algo, se volcaba. Luego igual le daban un beso y se descojonaba de los demás: "Me ha dado el beso a mí". Tan galante como era, te hacía rabiar.

O. S.: Genio no le faltaba, aunque yo no tuve nunca un enfado con él. Iturrieta era una persona que a la gente humilde la respetaba mucho, pero al sobrado no le pasaba.

O. M.: Le daba igual o mejor trato a un portugués o un andaluz que estaba vendimiando en La Rioja que al dueño de la bodega. Se implicaba mucho con la gente llana.

A. N.: Y unía más que desunía.

B. D. T.: Ha conseguido que nosotros seamos amigos. En la última época íbamos todas las noches a jugar a los chinos una cuadrilla supervariopinta. Ha sido un catalizador de que la gente se juntara.

O. S.: ¿Sabes qué pasa? Yo decía: Jo, si éste es amigo de José Luis, algo tiene que tener. Si él lo ha elegido...

B. D. T.: Con los que no van de cara no tenía buena relación. O le querías muchísimo o no te gustaba nada. Yo creo que el 95% del mundo daríamos una mano por él y un 5% no daría ni un duro.

S. Y.: No dejaba indiferente a nadie. Para mí fue una escuela. Cuando tuve el accidente, vino detrás de la ambulancia a cuidarme.

A. N.: En Cruces, pasando noches con él de guardia, sin dormir, era todo hablar con las enfermeras, conmigo, sin parar. Era un fenómeno, era muy especial. Era también cabroncete, pero se hacía querer.

Embajador de Euskadi de pies a txapela, a estas alturas José Luis habrá sembrado de ikurriñas el más allá y habrá compartido mantel, si de camino se los ha topado, con Dios y con el diablo, además de con un puñado de amigos que siguieron sus pasos o se le adelantaron. Y tras el postre, el café y el puro, que nadie se moleste en sacar la cartera, que con Iturrieta está todo pagado. Incluso en esta ocasión, desde el otro lado y con la complicidad de la familia Bustinza, ha sido él quien ha invitado.

O. M.: Iturrieta vendía mejor el país que las campañas institucionales. Estando con él en el Casco Viejo, haciendo algún tema, vinieron unos guiris y le preguntaron por un sitio para comer. Los llevó a la Plaza Nueva y les invitó a una botella de txakoli y unas gambas. Imagínate la imagen que se podían llevar. Y lo hizo más de una vez.

O. S.: Con Iturrieta acababas queriendo el nacionalismo de Iturrieta. Apreciaba el fandango como la trikitixa. Era un hombre que defendía el nacionalismo de cada sitio y te hacía entenderlo bajo el punto de vista del otro. Era un vasco.

B. D. T.: No entendía, por ejemplo, la rivalidad entre el Athletic y la Real.

O. M.: Y la mayoría de las críticas que hacía eran constructivas.

S. Y.: En un restaurante de Lekeitio pregunté si le conocían y me dijeron: "Estuvo sentado en esa mesa y no dijo nada". Del Zapirain escribió algo así como que había salido con el estómago satisfecho, el paladar encantado y el bolsillo vacío. Él escribía sin venderse.

O. S.: De hecho, no se presentaba.

O. M.: Sí. Juntos fuimos a un montón de sitios, él pagaba y ni se enteraban de que era crítico.

S. Y.: Luego, con toda libertad, te podía poner a parir.

A. N.: Y no te hablaba de un restaurante en Alicante. Lo que te contaba José Luis cuando escribía lo podías comprobar. Es el arte que tenía, que era muy sincero.

O. M.: Iturrieta era un erudito. Sabía de bacalao, de vino, de salsas... Era una enciclopedia andante, tenía todo archivado en la cabeza.

B. D. T.: Era el auténtico internet. Ha habido mucha gente que ha aprendido mucho gracias a él porque encima tenía una forma de ayudar que no era nada ofensiva. Tener una persona tan cerca que supiera tanto de tradiciones, de cultura y, además, con ese cerebro y esa memoria para mí ha sido un lujo.

O. M.: Lo mismo sabía de pintores que de escultura...

O. S.: La música le gustaba mucho. Iba en el coche con la música a tope.

B. D. T.: Yo le regalé un cd de Carmina Burana y me vino al día siguiente con otra versión. Debía de tener como ocho o nueve en su casa. A la hora de elegir si su gran amor era la gastronomía o la cultura, yo apuesto por la cultura.

O. S.: Y luego las antigüedades. Tenía una colección inmensa de llaves antiguas. Yo tengo una parte, Bego tiene otra parte...

Con el buen sabor de boca que deja haber tornado en risas las lágrimas contenidas de todo encuentro nostálgico, el grupo de amigos amalgamados con mimo por Iturrieta carcajea recordando anécdotas, mientras se lo imaginan, allá donde esté, disfrutando como un enano.

O. S.: A Iturrieta le encantaba enseñarme mundo. Su pasión era llevarme a comer pollo a La Palanca. Habíamos ido tantas veces que ya no me impresionaba. Un día me dijo: "Ahora le vamos a enseñar mundo a Zulet", que era sensible donde los haya. Y Zulet venga a llorar, que no me traigas aquí, que yo no quiero ver este ambiente, que a mí me deprime mucho...

B. D. T.: A mí me llama un día: "El ordenador, que se me ha quedado tirado". Pues reinicia. "¿Cómo?". Pues control, alt... "No puedo". Bueno, pues dale al botón. "Esto no tiene botón". Todo esto cabreado, porque ya sabéis cómo se ponía con la informática. Bueno, pues desenchufa el cable. "No tiene cable". ¿Cómo que no tiene cable, tú qué te has comprado, un ordenador o estás en la Nasa? Bueno, pues vete al cuadro general de tu casa y quitas la luz. Debía de estar debajo de la mesa el hombre, porque en esto me dice: "Espera, espera, que sí tiene enchufe". Le habían puesto la biblioteca tan chula que le habían empotrado en la madera los cables.

A. N.: A mí me hizo ir a Huelva con unas fotos de Mauri y Maguregi, los cerdos que le había regalado Joselito, para que José, el hijo, tuviese fotos de cómo se habían bañado los cerdos en el río de Euba. Y los lloros que hubo con la matanza...

B. D. T.: Era como comerte el perro.

Convencidos de que "no ha habido nadie que le haya hecho sombra ni lo habrá", los comensales muestran su pena por la cantidad de planes que tenía cuando murió. Y puestos a imaginar un epitafio, ¿cómo le gustaría ser recordado?

B. D. T.: A él le gustaría estar aquí.

O. S.: Sí.

Una camarera deja un chuletón humeante en el centro de la mesa. Las brasas, bajo la parrilla, aún chisporrotean. Como los rescoldos de Iturrieta. Él no está sentado a la mesa. Pero como si lo estuviera.