Recordar la última vez de Robe en Bilbao es volver a sentir el aire cargado de notas de música y emoción, la vibración de 9.000 almas que parecían intuir que estábamos viviendo algo que no se repetiría. No porque hubiera señales de un final inminente, sino por la sensación que siempre acompañaba a su presencia: el perfeccionismo extremo que lo hacía tardar años en cada disco, los mitos y leyendas sobre su salud, y su constante discurso sobre vivir el momento. Todo eso hacía que cualquiera percibiera aquella noche, 19 de octubre de 2024, como un instante irrepetible.

El hombre pájaro en busca de la utopía

Robe subió al Bilbao Arena como quien entra en su casa. Su voz rasgada y potente, sostenida por el violín de Carlos Pérez, los teclados Hammond de Álvaro Rodríguez, la batería de Alber Fuentes, el bajo de David Lerman, los inagotables coros de Lorenzo González y la ecléctica guitarra de Woody Amores, llenaba el espacio de una fuerza orquestal que contenía todo lo que él siempre había sido. Cada acorde parecía recordar que lo efímera que es la vida.

Comenzó con Destrozares, solo en el escenario, y poco a poco la banda lo fue acompañando. Entre clásicos de Extremoduro y sus propias composiciones, Robe construyó un viaje donde la intensidad y la emoción se fundían. Adiós, cielo azul, Stand By, Buscando una luna, Si te vas, Nana Cruel… cada canción era un recordatorio de vivir el presente, un guiño a lo que realmente importa. Entre tema y tema, hablaba al público con esa mezcla de informalidad que siempre lo caracterizó. En un momento lanzó un saludo inesperado a Ernesto Valverde: “Zorionak, Txingurri”, quien se encontraba entre el público.

Un instante que se quedó en el aire

La presencia en el escenario fue reflejo de su legado. Los silencios prolongados al recitar poesía, su firmeza al transmitir cada mensaje y la perpetúa obra armónica plagada de instrumentos hacían sentir que cada recital era único. Lo mismo paso en el Bilbao Arena, donde cada tema interminable, cada solo, cada mirada a la audiencia contenía la intensidad de un artista que parecía habitar constantemente en el presente.

"Hasta siempre, siempre, siempre"

El cierre fue inevitable y hermoso. Jesucristo García en versión extendida, Nada que perder, y finalmente el himno coral Ama, ama y ensancha el alma, sellaron una noche que nadie quería que terminara. Robe recorrió el escenario con su vestido naranja, lanzó sus muñequeras al público, sonrió tímidamente y pronunció sus últimas palabras de la noche: “Que seáis felices. Y solo recordaros, una vez más, que estéis atentos a la vida y que no os perdáis nada. Hasta siempre, siempre, siempre”.

"Que seáis felices. Y solo recordaros, una vez más, que estéis atentos a la vida y que no os perdáis nada. Hasta siempre, siempre, siempre"

Fin de gira incierto

Cuatro fechas después tuvo que cancelar su doble actuación en Madrid por motivos de salud, pero aquel concierto en Bilbao ya había quedado como un instante suspendido en el tiempo. No fue su despedida, pero sí nos enseñó, como siempre, que su obra y su presencia eran un recordatorio de lo que significa vivir plenamente y de que cada momento es irremplazable.

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"Abrazar el momento y dejar que sea único"

Y así, más allá de la música, Robe nos deja una lección que trasciende los escenarios: que la vida hay que abrazarla con la intensidad como un solo interminable, que cada instante merece ser vivido y que, aunque lo efímero pueda doler, es también lo que lo hace eterno. Gracias, Robe. Hasta siempre.