Entramos en el colegio bilbaino de Begoña, Karitate Alabak, y Sor Alize nos recibe con una calma que parece detener el tiempo. “Bienvenidos”, articula con una sonrisa que mezcla sobriedad y entusiasmo. Sus manos se entrelazan frente a nosotros y su mirada observa cada gesto, buscando comprender, casi como si leyera los pensamientos antes de que se formen. “Ser monja es vivir desde unos criterios que atienden al evangelio. Lo hacemos en todo: al organizar nuestra vida, al relacionarnos, en nuestro gasto, en nuestra manera de consumir. No es fácil comprender las opciones de los demás. La fe no es imposición; es un camino que puedes elegir y, si quieres, también dejar”, explica mientras caminamos por los pasillos, con una voz que transmite la certeza de años de reflexión.
Recuerda cómo la llamada de Dios se le presentó en un día común: durante un paseo por la playa de Gros en 1990, con 16 años. “Lloviznaba y la playa estaba gris. Caminaba con mi perro y al fondo, la estatua del Sagrado Corazón de Jesús coronaba el monte Urgull. En ese momento sentí que todo encajaba: tenía la certeza de que había un camino para mí. Fue un día especial. Ese momento me cambió para siempre; supe que quería dedicar mi vida a Dios. Sentí algo cegador, una iluminación que todavía recuerdo cada vez que cierro los ojos”.
Su infancia en Donostia emerge como una película antigua. “Jugábamos sin parar en la Plaza Cataluña, éramos muchos hermanos y vecinos, pero también teníamos miedo”, apunta con amargura refiriéndose al terrorismo. Nacida en la calle donostiarra de Ramón y Cajal, a escasos metros de la playa, revive, a pesar de no ser nostálgica, la vida en el barrio y la libertad de los juegos de infancia.
El destino la llevó a Bilbao
Posteriormente, dejó la formación en enfermería y pasó a Oñati. Tras estar unos años preparándose para ser monja y cuidando ancianos en una residencia de la localidad guipuzcoana –y un tiempo en Hernani– el destino la llevó a Bilbao. “Aquí todo es la Virgen de Begoña y el Athletic, pero me encanta la gente. Hay cercanía y honestidad”, confiesa exaltada.
Describe su rutina interminable en la congregación con naturalidad y detalle: “Nos levantamos a las 7.15, rezamos, enseñamos, leemos, meditamos… La disciplina no es castigo; es libertad. No me atraen los cosméticos, ni las redes sociales, ni los lujos. Mi único capricho semanal es un café compartido o unos churros con otra hermana. Eso me da alegría. Aprender a valorar lo sencillo”, asegura Sor Alize.
“La verdadera libertad no está en lo exterior, sino en vivir coherentemente con lo que uno cree. La vida austera nos enseña a mirar hacia dentro, a escuchar y a no dejarnos arrastrar por lo superficial. Vivir así permite entender lo que realmente importa y conectar con los demás sin ruido”, añade.
Sor Alize observa con atención la fragilidad de los jóvenes frente a la sobreinformación, los conflictos y la crisis climática. “No todo es ruina. La fe no es un refugio ingenuo, sino un horizonte de esperanza. Los chavales son muy frágiles y están rodeados de mensajes negativos. La autonomía de cada persona merece respeto, y los caminos de la vida pueden ser diversos y legítimos. A veces solo necesitan que alguien les recuerde que pueden seguir adelante. Hay que decirles que no todo es ruina, que Dios sigue presente y cuida su obra. La juventud tiene una gran capacidad de sensibilidad y curiosidad, y necesitamos acompañarla sin invadirla”, argumenta.
"Hoy veo respeto"
Al despedirnos, Sor Alize vuelve a hablar de lo que sostiene su vida: la coherencia con lo que uno cree. “Nuestra manera de vivir es una ofrenda de libertad. Mi libertad está regulada, pero me siento muy libre”, comenta con tranquilidad. Recuerda la ola de negatividad que, en su opinión, rodeaba a la religión años atrás. “Durante mucho tiempo, a partir de los 80, se ridiculizó la fe y se atacaba con facilidad. Hoy veo respeto, una sociedad más abierta y tolerante. Creer o no creer da igual; cada uno decide. Lo que está claro es que la tecnología y la superficialidad nos ha hecho dar un paso atrás y volver a nuestro lugar”, expone.
A la salida, los pasillos permanecen tranquilos, las aulas vacías, y Sor Alize continúa con su rutina, entre clases, rezos que marcan su día a día. No hay grandes finales, solo la sensación de haber presenciado un estilo de vida diferente.