ON un billete de primera clase, a bordo de un tren eléctrico impulsado por los recuerdos, el bilbaino Rafa Velasco emprende un viaje al Día de Reyes de 1952, cuando le regalaron la máquina Santa Fe de la marca Payá. Una locomotora que, a sus 76 años, conserva intacta, igual que la emoción que sintió al verla por primera vez. “Estaba desempaquetada, puesta en el suelo. Te puedes imaginar la ilusión, una máquina que echaba humo en aquel entonces”, dice en la piel de aquel niño que ahora revive.

Rafa calcula que tendría 7 años, “porque todavía creía en los Reyes”, cuando la locomotora Santa Fe traqueteó hasta su casa, empujada por la magia de la inocencia, con todos sus complementos. “La máquina, con el tándem donde va el carbón, pesa dos kilos y pico y medirá medio metro. Tiene tres vagones de pasajeros, que tenían luz, y las vías de calamina, con su transformador, que ahora no valdría, porque era de 125 voltios”, describe como si estuviera viéndolo dar vueltas, con el pantalón corto, tirado en el suelo. “Le echabas unas gotas por la chimenea y salía humo al ritmo que andaba, porque lo podías poner más rápido o más despacio”, detalla.

El vapor no empaña su memoria. De hecho, no ha olvidado lo que tuvo que esperar para ponerlo en marcha. “Se necesita un espacio de 2,60 por 2,60 para montarlo. Tiene que tener una vía de mucho diámetro y poca curvatura porque si no, se salían las ruedas de la máquina. En la habitación donde cabía había que quitar bastantes muebles. Unos familiares tenían una casa más grande y lo monté allí al día siguiente. La ilusión era tan grande que enseguida lo quise montar”, recuerda.

Con esa misma nitidez se visualiza compartiendo sus tardes de juego. “Tenía un amigo íntimo desde crío y cuando venía a casa lo montábamos. Teníamos un mecano, con el que hacíamos una grúa y cargábamos cajas en los vagoncitos de mercancías de otros trenes pequeñitos que tenía y que tenían el mismo ancho de vía. Jugábamos mucho con él”, asegura este ingeniero industrial, que reside en Sopelana.

Con el tiempo, su entramado ferroviario se fue ampliando. “Al principio la vía era un redondel con dos tramos rectos. Luego me compraron una estación, un paso a nivel, algún cambio de vía para sacar el tren por el pasillo... De esos detalles me acuerdo”, dice. De esos y de que tenía una palanca que había que accionar para que la máquina anduviera marcha atrás. “Era un juguete muy monótono porque giraba sobre unas vías fijas. No como la maqueta de escayola que hice con un amigo de los trenes alemanes Märklin, que miden 10 centímetros y tienen vías muy pequeñitas, por lo que puedes hacer circuitos y túneles”, explica.

Rafa no tiene “ni remota idea” de lo que costó en su día aquel regalo tan preciado, pero sabe que ha cotizado al alza porque hace años vio una máquina como la suya expuesta en el escaparate de una juguetería en Castro. “Entré y le dije que yo tenía una igual. Pues tiene una joya -me dijo- porque la estoy vendiendo por 3.000 euros. Digo: ¡Madre mía! Solo la máquina valía eso. La verdad es que es una joya”, suscribe. Por más que alguno, al oír esta anécdota, le haya sugerido venderla, a él ni se le pasa por la cabeza. “Si no tuviera para comer, lo haría, pero es una joya, aunque luego igual mi nieto al cabo de un año de morirme yo le pega un golpe y la rompe”, teme.

Pese a que “el baúl de las vías” no sabe “ni dónde está”, la locomotora la tiene localizada en un trastero, junto a una caja con “unos cuarenta coches o más de distintos tamaños”. El juguete estrella ya se lo ha enseñado a los nietos. “Les ha llamado la atención porque la máquina es enorme”, apunta. Pero los automóviles los guarda a buen recaudo. “Mi nieto pequeñito y el anteúltimo han sido amantes de los coches en miniatura, pero no se los he dado porque los tiran y los van a romper. Ahí están para cuando sean mayores”, comenta, haciendo caso omiso a sus hijas, que le han instado a ponerlos de adorno en unas baldas. “Se me llenarían de polvo”, argumenta.

“Sufro cuando un crío rompe algo”

Con idéntico mimo guarda el coche eléctrico de la marca alemana Schuco que le regalaron al año siguiente, cuando ya conocía la identidad de los Reyes. “Fui a cogerlo a una tienda de juguetes que estaba en las calzadas de Begoña, haciendo esquina. Me enseñaron un coche, que era el básico, y luego, cuando me lo regalaron, resulta que tenía luces y que cuando giraba a la derecha o a la izquierda se le encendían los intermitentes”, precisa. Ahora son teledirigidos, apunta, pero “antes tenían un cable que iba de una petaca con pilas que te metías en el bolsillo hasta el coche, pasando por el volante”.

Esta reliquia la conserva en su propia caja. Pena que se le hayan estropeado las ruedas. “Se les quitaba y ponía la cubierta, pero después de setenta años las gomas se han quedado planas”, lamenta, consciente de que fue un privilegiado. “Eran juguetes bastante caros. He tenido la suerte de que en casa no hemos sido millonarios, pero no ha faltado nunca dinero”, reconoce.

A toda máquina por los raíles de su infancia, le vienen a la mente el primer tren que tuvo -“una maquinita, también de Payá, que era a pulso”-, “el primer balón de fútbol” que le regalaron con doce o trece años en Reyes y la bicicleta de ciclista con que le obsequiaron sus padres al aprobar “cuarto de reválida”.

Cuando habla de sus tesoros en sus palabras se vislumbra lo mucho que los disfrutó. “Nosotros teníamos uno o dos juguetes como mucho. Quizás uno era muy bonito, pero no tenías treinta cosas para jugar. Hoy en día se les regalan tantas cosas que los críos enseguida se olvidan de todo. Aunque les haga mucha ilusión uno, como tienen otro, otro y otro, no le cogen cariño a ninguno en especial y tenemos la culpa los aitites, las amamas, los aitas y las amas porque tantos regalos no viene a cuento”, asume. “Luego llega su cumpleaños y venga, más regalos y más regalos. Antes era muy diferente”.

Antes los juguetes llegaban con cuentagotas, se exprimían al máximo y se guardaban como oro en paño. “Yo sufro cuando un crío rompe algo. Digo: ¿Por qué lo tiran al suelo? Les da lo mismo romper uno porque tienen otros diez para jugar. No le cogen cariño a las cosas. Yo creo que hoy en día no hay apego a los juguetes ni a nada”, zanja, apeándose en el andén de 2022.

La máquina Santa Fe de la marca Payá que tiene Rafa costaba 3.000 euros en una tienda de Castro, pero él no quiere vender su “joya”