POR segunda vez entro en el nuevo San Mamés y es la primera en mi vida que asisto a un partido de fútbol profesional. Aunque para un asiduo athleticzale sea habitual vivirlo en la grada con intensidad de péplum entusiasta, para esta novicia en el deporte del balón esférico sobre un tapete verde el recibimiento que se hizo ayer a los visitantes del Celta me pareció cortés y respetuoso, pero el otorgado a los propios me sobrecogió como la explosión de la galerna tras la calma, erizados mis vellos al ritmo de aplausos en rojo y blanco, con la emoción henchida en el océano rojiblanco de bufandas y camisetas; todo un espectáculo, quizá el mayor espectáculo del mundo. Aún más trepidante cuando sobre el sedoso césped verde posan los leones rojiblancos, porque la empatía de los seguidores se sirve en plato de euforia.

Euforia elevada a la enésima, porque en el descanso se premió lo que distingue en el mundo futbolístico a este club: el galardón One Club Man, concedido en esta sexta edición al recientemente fallecido Billy McNeill, capitán leyenda del Celtic de Glasgow, donde jugó 18 años y entrenó otros nueve. Bajo los sones de “tú nunca caminarás solo” y en un centro del campo con los colores del Celtic, de manos de José Ángel Iribar y de Aner Rodríguez, el más joven de Lezama, el galardón lo recibieron su hija Susan Chalmers, y John Clark, su compañero de campo durante trece años. Y para más honor popular, el palco de invitados acogió a representantes de las peñas y junto a ellos Francisco Izaola, de los pocos aún vivos de quienes tomaron parte en el hito arquitectónico de poner el arco del antiguo San Mamés. El juego real posterior es ya parte de otro ritual, del ámbito estricto del deporte que por mi ignorancia no podría clasificar, dado que el fuera de juego, la tarjeta amarilla o roja, el VAR dando y quitando? son para mí lances de otra galaxia.

Mi vecina del quinto a duras penas diferenciaría un Tiziano de un Kandinsky, pero a quienes la visitan siempre les prepara un tour por el Guggeheim. Tiene claro que visitar Bilbao pasa por admirar este magnífico museo de titanio, símbolo del Bilbao mundial; igual que la Virgen de Begoña sobrepasa lo religioso, o el Pagasarri es sinécdoque de monte, o el Botxo metonimias del propio Bilbao?, pues decir Athletic es nombrar la mismísima Villa de Don Diego.

Hace años disfruté de la controversia entre una chica madridista con un bilbaino nada aficionado al fútbol al que intentaba zaherir, “es imposible que no te guste el fútbol y seas hincha del Athletic”, le espetaba, “pues no me gusta el fútbol ni soy forofogoitia -le contestaba socarrón-, pero siempre quiero que gane mi Athletic”; “¿tu Athletic?”, “pues sí, porque es mi equipo”. “De pequeño -continuó- jugaba en el patio con Clemente, de joven jugué con Goikoetxea, he sido profesor de Alkorta, de Lakabeg y Lanbea, mi fisioterapeuta es Carlos, charlo de vez en cuando con Andrinua...”, “su lista de conocidos fue bastante más larga. “¿A cuántos jugadores de tu real Madrid conoces?, ¿con cuántos has hablado?” le inquirió.

Aquel hombre daba en la diana del ser Athletic; tal vez algunos jugadores, siendo jóvenes, famosos y millonarios, a veces vayan crecidos y creídos? pero son los nuestros, los vemos por la calle y casi todos tenemos relación directa o indirectamente con alguno: son nosotros y somos ellos. Por esto, pareciéndome tan elocuente y electrizante el aplauso al comienzo del partido, me resultó mucho más impactante la entrega del trofeo al jugador de un solo club y en especial el de la despedida, que me sonó como el “hasta mañana” que nos damos entre viejos conocidos. Más aún cuando entre los sentimientos de esta emoción final se coló como propio el epatante agur a tres jugadores -Susaeta, Iturraspe y Rico- que dejan el Athletic tras muchas temporadas de rojiblancos.

¿El resultado final del partido? Ah, sí, se me olvidaba, mi Athletic ganó con suficiencia al Celta, ¿acaso eso era lo más importante?