ABill Clinton, que fue presidente de Estados Unidos, le gustaba recordar una conversación que mantuvo con uno de los mayordomos de la Casa Blanca a modo de anécdota. Un día, el expresidente norteamericano le dijo a uno de los empleados del 1.600 de la Avenida Pensilvania, donde se concentra el poder de EE.UU., que le echaría, que le mandaría al paro. El mayordomo no entró en pánico. Tampoco pestañeó. Miró al todopoderoso presidente de Estados Unidos y le dijo: “Antes se irá usted que yo”. Primero se fue Clinton. Duró dos mandatos. El mayordomo continuó unos años más. Era funcionario. Después se jubiló. Solo perdura la Casa Blanca. El palacio de Ibaigane simboliza el poder telúrico del Athletic, un universo en sí mismo, donde la fe se profesa en San Mamés, La Catedral, un continente rojiblanco por el que han pasado cientos de futbolistas y un puñado de presidentes observando la grandeza de un club único, pero no por ello ajeno a los poderosos blasones que rigen en el sistema solar del fútbol, donde hambrientos leviatanes buscan los mejores nutrientes. El Athletic no está a salvo de ese monstruo que todo lo devora, voraz el apetito. Solo el club permanece.
El esqueleto rojiblanco se compone de la arquitectura de una filosofía única, del corazón de sus gentes, el músculo de sus futbolistas y el alma de su hinchada, siempre aferrada a un discurso romántico, agarrada a Romeo y Julieta en tiempos de Tinder. Probablemente para el forofo y el esencialista no exista nada más grande que el Athletic en esa religión pagana del fútbol. El alma del aficionado está unida irremediablemente a los sueños de la infancia, a la inocencia, a la pureza, a la ingenuidad. El Athletic es el campo de los sueños de tantos, el anhelo y el deseo inequívoco de tantas generaciones que no se comprenden las salidas de futbolistas de bandera, Fernando Llorente, Javi Martínez, Ander Herrera o Fernando Amorebieta que no abanderados. La marcha de Aymeric Laporte al Manchester City, previo pago de la cláusula, es el último episodio, que no el final, en la historia de un club que siempre se ha reinventado desde la naturalidad, porque lo fundamental es el ser.
En la prolija historia del Athletic estuvieron muchos y muy buenos. La nomenclatura es extensa y rica. Algunos enraizaron en el club rojiblanco hasta alcanzar la condición de mitos, otros decidieron volar impulsados por las alas de la ambición, por un futuro que creían mejor cuando dejaron el nido, en el caso de Laporte, probablemente el más doloroso porque es el más reciente. El club rojiblanco fue la parada y fonda para Llorente, Javi Martínez o Ander Herrera y una estación más en la aventura vital de Fernando Amorebieta. Todos ellos grandes futbolistas que hicieron un Athletic mejor, pero que, por algún u otro motivo, se les quedó corto. Cada uno tendrá sus motivos. Absolutamente legítimos. Nadie es dueño de la vida de los demás. Tampoco el Athletic. No es un detalle menor. Nada desdeñable.
En ese territorio del fútbol, un circo de tres pistas donde gobierna el látigo del dinero, al Athletic no le alcanza únicamente con apelar a los sentimientos y el mantra de “ser uno de los nuestros” frente a los imponentes acorazados que surcan el proceloso océano futbolístico. Son demasiadas las tentaciones en un fútbol en cinemascope, más allá de la pantalla en rojo y blanco. Innegociable para la hinchada el sentimiento de pertenencia, la visión de los profesionales del fútbol tiene más angular por la inmensidad del escaparate que se abre ante los ojos de jugadores que pueden acceder a otro estatus y que persiguen otros retos. A Josu Urrutia le ha raído la realidad de la globalización del fútbol y el tremendo poder de clubes con enorme pegada. En la mesa de negociación de Ibaigane no solo se sentaron Llorente, Javi Martínez, Ander Herrera o Aymeric Laporte, también lo hicieron entidades de la alta sociedad, la aristocracia del fútbol: Juventus, Bayern de Múnich, Manchester United o el Manchester City han sido sus destinos. No son precisamente unos parias del fútbol. Conviene mantener la perspectiva. Se trata de algunos de los clubes más importantes y ricos del mundo, equipos capaces de ofertar no solo grandes salarios, sino algo aún más preciado para algunos futbolistas: una vitrina a rebosar y la gloria.
Decía Maradona tras el Mundial de México, donde Argentina se proclamó campeona, que “era más bonito soñar la copa que tenerla”. Pero fue después de ser campeón del mundo cuando Maradona adquirió la inmortalidad en la memoria colectiva, que le une irremediablemente al día que derrotó a un país: Inglaterra. La Mano de Dios y el Gol resumen un hito, aunque la final la venció contra Alemania. Maradona adquirió otra dimensión en México. Ese camino es el que pretendieron Llorente, Javi Martínez, Ander Herrera y Fernando Amorebieta, además de Laporte. A los tres primeros no les ha ido mal. Llorente logró scudettos y copas en Italia antes de recalar en la Premier, previo paso por el Sevilla; Javi Martínez se hincha a ganar títulos en Alemania y Ander Herrera conquistó la Europa League el pasado curso. Todos ellos se impulsaron desde el trampolín del Athletic que maravilló en Old Trafford bajo el magisterio de Marcelo Bielsa. Aquella luz cegadora agrietó la plantilla. Los grandes clubes de Europa miraban con deseo el joyero del Athletic.
distintas salidas Cada marcha posee tantos matices como futbolistas han decidido probar lejos del Athletic. Las negociaciones con Llorente fueron un folletín, una telenovela, en el que el club estuvo dispuesto a ofrecer la mayor ficha jamás pagada, alrededor de los cinco millones de euros por temporada. El delantero aseguró después de que se fuera a la Juventus que la oferta del club rojilanco era irrechazable. La renovación se estropeó por su hermano y representante, que quiso más. La salida de Javi Martínez resultó más prosaica. El Bayern de Múnich pagó la cláusula de rescisión de 40 millones y el navarro puso rumbo a Alemania. Simplemente, eligió al club bávaro. El Athletic lo había fichado en su día de Osasuna como juvenil tras abonar 6 millones. Con Ander Herrera ocurrió lo mismo. El United abonó el blindaje de 36 millones y se fue del Athletic. El club bilbaino lo había reclutado del Zaragoza. En el caso de Fernando Amorebieta, el club mantuvo una suculenta oferta que expiró sin que se llegara a un acuerdo y el futbolista voló al fútbol inglés. Hace escasas semanas ganó la Copa Sudamericana como integrante del Independiente de Avellaneda argentino después de diversas estaciones en su caminar. En este tiempo, el Athletic se proclamó campeón de la Supercopa.
En un mundo ideal, el que se traza desde las entrañas de la afición rojiblanca, todos ellos estarían en el póster del club, posando para empapelar habitaciones y señalar a sus héroes y después cantar la alineación de carrerilla. Pero eso también ha cambiado. En el fútbol en HD y 4K se imponen las rotaciones. Nada es lo que era. Todo es nuevo y rápido. Conviene saberlo. Porque cuando se expone que cada marcha responde a un fracaso en la gestión de las negociaciones por parte de la Junta se obvian demasiados parámetros, entre ellos, el más importante, la voluntad del jugador. Kepa y Williams han elegido el Athletic. Hace años que el derecho de retención no rige, que era un escudo estupendo para el club. La Ley Bosman aceleró otro fútbol, que ahora lleva la velocidad de la luz y donde los inigualables cheques de jeques o fondos de inversión, atentos a cada destello en el bazar del fútbol, han elevado aún más la complejidad del laberinto en el que camina el Athletic. El mercado es global y la competencia feroz, transnacional. Al Athletic le toca maniobrar en un escenario cada vez más complejo y poroso, donde las fronteras fueron derribadas. En ese ecosistema salvaje, ante un reto de dimensiones homéricas que marcarán el futuro del club, la cuestión es: ¿cómo seducir a los jugadores para que no dejen el club? Probablemente nadie sepa la respuesta sobre el salto mortal al que se enfrenta el Athletic.