Las dos cosas más difíciles en este mundo son el primer hola y el último adiós. Un millón de palabras no podrán hacer que vuelvas, Enrique, porque seguro que otros lo han intentado. Tampoco un millón de lágrimas. Lo sé porque ayer se veía gente en Vista Alegre llorando hasta no poder más. A ti mismo te brotó algún que otro lagrimón. Al poeta le cargaste de razones cuando dijo que los días más importantes de tu vida son el día en que naciste y el día en que encontraste el por qué. Ayer te vimos, Enrique, emocionado cuando dabas aquella vuelta al ruedo que Bilbao jaleó como ninguna otra jamás. Lo hizo porque conocían tu por qué: el de consagrarte como torero de Bilbao, como torero en este mundo. No fue un adiós sino un inmenso gracias.
En la calle y en los patios te recordaban más joven, en aquellos estertores del siglo XX cuando te hiciste el apóstol de Bilbao con una faena mayúscula a un Atanasio o en aquel adueñarse de los infiernos de un Vitorino en llamas un año después. Y, sobre todo, aquel Samuel Flores, ya en el siglo XXI; cuya cabeza se honra en el patio de cuadrillas de Vista Alegre para que la gente que lo vea se asombre de unas astas como no se vieron otras en Vista Alegre. Esos tres y otras decenas más. No en vano, la adoración a Ponce se ha transmitido en Bilbao como una herencia, de generación en generación. Aquella pancarta que rezaba “Ponce = Dios” lo probaba.
La tarde fue eso, un rapto de nostalgia. Y solo eso porque los debutantes toros de Daniel Ruiz fueron un deshecho de virtudes. Fíjense bien lo que les digo: deshecho, no dechado. Si el primer toro de Ponce tenía un aquel en su embestida, que lo tenía, no llevaba combustible suficiente casi ni para salir de la gasolinera de toriles. Lo cuidó entre algodones de pañal y sacó un puñado de muletazos de suave trazo. Los de siempre, o casi. Era imposible la continuidad. No perdamos mucho tiempo con el cuarto toro: era un imposible de cabo a rabo. Al diestro se le veía el rostro no sé bien si compungido o encabronado. Supongo que con ambos sentimientos a cuestas. La plaza le obligó a darla vuelta al ruedo al grito de ¡Torero, torero! Lo que fue. Lo que es.
A su estela toreaba Roca Rey, al que se espera como el nuevo ángel de Vista Alegre. Abrió su tarde el hombre de Perú con estatuarios y pases del desdén con un toro que parecía qué. ¿Que parecía qué? ¡Qué leches! El toro se dolió como si estuviese envuelto en quebrantos. No podía con su alma. Ya en el quinto toro de la tarde, entró en escena el Roca Rey que apasiona como un galán entregado. Rompió el cristal de los bostezos y la nostalgia arrodillado en el tercio en un vibrante inicio de faena que anunciaba milagro. Un primera serie sobre la diestra de mano muy baja provocó que el toro se entregase más en la embestida. Escribió entonces Roca Rey sus muletazos en largos renglones en dos tandas muy rotundas. Era su hora. Y cuando el toro dijo amén le despidió con unas hermosas manoletinas, sin música. La espada le privó de la gloria.
A Pablo Aguado han de cantárseles los aleluyas por sus verónicas y agradecerle el intento sin desmayo con dos toros de embestidas de baja estofa. Para él también un elogio.
No hacen falta más palabras, Enrique. Has hecho mi mundo más perfecto.