El Mazinger Z que luce en su camiseta tenía su poder en los puños, pero el arma más poderosa de Roberto Liñera es su fuerza de voluntad. A sus 53 años, se ha vuelto a casar, tiene “una relación increíble” con sus tres hijos y su exmujer, trabaja de responsable de almacén en una empresa de transporte, sale alguna vez a tomar algo con los amigos, tiene una moto y va al monte... “Una vida totalmente normal”, pero de la que está “muy satisfecho”, sobre todo, porque solo aspiraba a “no volver a consumir droga, llevar una vida ordenada y poder estar ahí como padre”. “He conseguido mucho más de lo que esperaba, pero también me lo he currado muchísimo y he recibido mucha ayuda”, dice. En concreto, de la Fundación Etorkintza, que le ha acompañado en su arduo camino. Con motivo del 40 aniversario de la entidad, se lo agradece compartiendo su historia. “Si estoy aquí es porque les tengo mucho que devolver”, confiesa.

Porros, speed y cocaína

“La droga es muy lista, te pide cada vez más”

Roberto empezó a fumar porros con 17 años y aún recuerda la primera vez que consumió speed. “Hice amistad con una cuadrilla y me dieron a probar. En ese momento te parece una maravilla porque aguantas todo, estás despierto, lúcido. Esas sensaciones son las que te enganchan. Los problemas vienen después”, adelanta este bilbaino, que acabó enganchado a la cocaína durante “muchísimos años”. Es lo que tiene la droga, que “es muy lista y te va pidiendo cada vez más”, advierte. Primero, solo de fiesta. Después, algún día entre semana. Al final, cada vez que “te lo pide el cuerpo”.

A más dosis, más pérdidas, y no solo de salud. “Desde los 18 años me hice cargo, junto a una chica que conocí y que luego fue mi mujer, del negocio de hostelería que tenían mis padres en Portugalete. Los consumos fueron cada vez más frecuentes y a los 24 años lo perdí. En su infinita paciencia, mi pareja, que no ha consumido nunca, aguantó todo lo que pudo e intentó ayudarme”, agradece.

Sin demasiada convicción, Roberto llamó por primera vez con 25 años a la puerta de Etorkintza, desde cuya sede, en Deusto, repasa ahora su pasado. “Me engañaba a mí mismo diciendo que yo eso lo podía superar. Era consciente de que tenía un problema, pero no en la magnitud que me decía mi familia. Estuve año y pico haciendo entrevistas con psicólogos y analíticas de orina. Reconduje un poco mi vida y estuve diez años con consumos esporádicos, trabajaba... Hasta que un día lo inevitable llegó y me caí con todo”, relata. Y sumó otra pérdida, su pareja. “Nos divorciamos”.

Diez años de “caída en picado”

“Consumía, delinquía y en prisión toqué fondo”

Roberto no recuerda que “pasase nada especial” que lo empujara de nuevo al abismo. “Es como una enfermedad que está mal curada”, dice y se sumerge a pecho descubierto en sus “diez años de caída en picado”. “Me fui a vivir con un hermano mío, que también era consumidor. Fue una relación tóxica, que se alargó mucho y fue terrible. Consumía, delinquía y en prisión toqué fondo”, resume.

Se perdieron el uno al otro y esta vez fue para siempre. “Era el hermano con el que mejor me compenetraba y ahora me duele mucho que viviéramos esas cosas que podían haber sido de otra manera totalmente diferente. Si hay algo hoy en día, después de todo el trabajo hecho, que a veces me pica es eso. Dices: Jo, qué mierda que hayamos tenido que tener ese tipo de relación, pero son las cosas que trae la vida”, se resigna, los ojos empañados por la emoción. No hay posibilidad de enmienda. “Mi hermano falleció en prisión por un cáncer de pulmón”, musita.

En aquella huida hacia adelante Roberto fue acumulando condenas. “Entré en prisión provisional dos veces. Otras condenas se quedan en suspensión, haces el paripé de que vas a hacer analíticas, pero llevas orinas de otros, vas intentando engañar a la ley y a todo el mundo”, confiesa. Hasta que le detuvo la Policía, después de llevar tres días consumiendo, y ya no tuvo escapatoria. “Ya en el calabozo, después de que se me pasó el colocón ese gordo con el que entré y empecé a ver las paredes y lo que se me venía encima, dije: Hasta aquí, ya no puedo más”.

Consciente de que “tenía que pagar por todo lo que había hecho”, Roberto se plantéo cómo abordarlo. “¿Quiero seguir consumiendo, que en prisión se puede hacer perfectamente, y olvidarme del mundo o quiero agarrar mi vida e ir recuperando cosas?”. Con sus tres hijos en mente, escogió la última opción y buscó ayuda. “Estuve mucho tiempo dando tumbos por prisiones de fuera, donde es muy difícil obtenerla, pero con paciencia y tesón encontré a personas que me echaron un mano”, comenta.

De vuelta a Euskadi, con el apoyo de entidades como Etorkintza o Bidesari, se le abrió “otro mundo”. “Venían a verte a prisión, se sentaban contigo y te trataban de una forma muy especial. Te sentías importante y valorado y eso te daba mucho ánimo. Te ofrecían un acompañamiento más continuo y una visión de futuro”, valora.

Volver a la vida tras 8 años preso

“Enfrentarte al mundo da mucho miedo”

Dice Roberto que “una de las grandes incertidumbres” que tienen las personas cuando entran en prisión es que “no saben cuándo van a salir”. Él la pisó con 42 años y estuvo interno hasta los 50. “Enfrentarte al mundo después de ocho años encerrado en una burbuja da mucho miedo, sales como un niño y tienes muchos estigmas. En prisión mi círculo de visitas era muy cerrado: mi exmujer, mis hijos... Perdí muchas relaciones familiares y el contacto con las personas con las que había estado esos diez años. Tienes que rehacer tu vida”, afirma.

Sus primeros pasos, tras abandonar la celda, los dio en la comunidad terapéutica que gestiona Etorkintza en Kortezubi, donde permaneció seis meses. “Tienes un equipo tremendo a tu lado, unos compañeros, unos horarios de trabajo, de descanso, de terapia, sales a casa los fines de semana... Empiezas a verte en la vida de nuevo”, relata, agradecido por haberse podido “introducir en la sociedad poco a poco y con acompañamiento”.

Durante ese “proceso increíble” Roberto conoció a una chica, con la que se fue a vivir a Bilbao y más tarde se casó. Por medio de un amigo que hizo en la comunidad encontró un empleo y ahora es “bastante feliz”. Su trabajo le ha costado. “El círculo que he hecho es grande, gente muy sana y que me apoya, pero al principio me costó relacionarme. Abrirme a las personas ha sido duro”, reconoce.

Socializar se complica si uno, además de antecedentes, tiene vetados los bares. “Cuando sales de prisión tienes que tener mucho cuidado. Yo no puedo beber y, a cierta hora, ya no estoy cómodo porque empiezo a ver cosas que los demás igual no ven y que me producen un estrés y una sensación fuerte. Eso hay que vivirlo, ir asumiéndolo y trabajándolo”, cuenta.

Simultáneamente tenía que rendir cuentas al centro penitenciario, del que salió para participar en este programa terapéutico. “La prisión pide informes sobre ti, las analíticas, cómo va tu proceso y Etorkintza se ocupa de todo”, explica y alaba la labor de una trabajadora “que se pelea con quien haga falta si alguien tiene una pequeña recaída: Por favor, no me lo metáis en prisión, que va superbien. Eso tiene un valor increíble”, dice, porque “las recaídas están dentro del proceso de cambio”.

El “poder” del grupo 

“En momentos de bajón te puedes ayudar”

Una vez por semana Roberto se reúne con otros usuarios para compartir vivencias, acompañados por profesionales. “El poder del grupo es increíble porque conoces a gente con todo tipo de problemas, personas que incluso están en consumos activos, pero que llevan muchos años y te van diciendo los peligros que te puedes encontrar”, destaca. No obstante, desaconseja entablar amistad con ellas. “En momentos de bajón te puedes ayudar, pero si te quieres implicar de esa manera, tienes que estar muy preparado porque tú también eres una persona adicta que has dejado los consumos y fuera de aquí pueden cambiar mucho las cosas”, advierte. Pese a ello, él mismo echó una mano a una compañera, a la que encontró “por la calle en un momento fatal”. “Me la llevé un rato, estuve charlando con ella y fue su salvación, pero mi experiencia me dice que fuera no se debe tener relación”, insiste. En caso de sufrir tentaciones, Roberto insta a llamar a Etorkintza. “Hay un teléfono en el que la mayoría del tiempo te van a atender en cuanto digas: Igual voy a recaer”, asegura.

Roberto también acude “de vez en cuando” al centro ambulatorio de la Fundación, donde “te hacen analíticas, un seguimiento, hay enfermeros que charlan contigo, puedes ir al médico, al psiquiatra...”, enumera y añade que también disponen de centro de día. “Yo trabajo, pero hay personas desocupadas que van muchas horas y comen allí”, señala.

Priorizarse para sanar

“Debes aprender a decir ‘no’ a quien más quieres”

El paso de querer dejar las drogas, confirma Roberto, “tiene que partir de uno mismo”, porque “si no, es muy difícil”. No obstante, dice que, una vez que uno pone un pie en Etorkintza, todo no cae en saco roto. “Yo he visto a personas en comunidad que han ido por presión, nada convencidas, y dentro han dado un cambio tremendo. Cualquier proceso, incluso si no dejas de consumir, lo interiorizas y, cuando llega tu momento, estás mucho más preparado”.

De los consejos que le han dado en los últimos años para levantar cabeza, repesca como imprescindible la necesidad de priorizarse a sí mismo. “A veces es muy complicado porque todos queremos agradar a los demás, pero tienes que aprender a decir que no, incluso a las personas que más quieres, porque eso te puede perjudicar aunque ellos no lo sepan”, explica. A priori puede “parecer un poco egoísta, pero no lo es”, aclara. “El truco, y eso me lo han repetido muchas veces, es que tú eres el primero y te tienes que cuidar independientemente de lo que pase a tu alrededor porque si tú consigues estar bien, el resto va a estar bien”, subraya. A los chavales les diría que, “cuando vean que las cosas se empiezan a tambalear o las personas que les quieren les digan: Ten cuidado, que esto puede ser peligroso, les hagan un poco de caso”.

Hace cuatro años que Roberto salió de la comunidad. Su proceso ha sido “bueno y rápido” y aprecia lo mucho que Etorkintza le ha cambiado la vida. “Tienen experiencia y una paciencia infinita. Cuando les echo de menos, también están aquí”, dice y un cruce de miradas cómplices lo confirma.