La catedrática de Sociología de la Universidad de Deusto, María Silvestre, quien también fue directora de Emakunde-Instituto Vasco de la Mujer (2009-2012) y fundadora del Máster en Intervención en Violencia contra las Mujeres de la Universidad de Deusto, analiza todas las derivadas del denominado caso Errejón.

Con la primera denuncia trasciende que se estaba ya llevando a cabo una investigación interna por las presuntas conductas machistas de su exportavoz. ¿Por qué no adquirió esta trascendencia antes?

—En nuestras sociedades hay muchos comportamientos machistas bastante normalizados, esto provoca que se minimicen, se invisibilicen o, simplemente, se mire para otro lado. Las agresiones sexuales son uno de los pocos delitos en los que es la víctima, y no el agresor, quien siente culpa y vergüenza ante lo ocurrido y eso refuerza su ocultamiento y el silencio.

En este caso asistimos a la violencia machista ejercida desde una posición de poder y de admiración por parte de las víctimas. ¿La violencia psicológica tiene esta particularidad?

—La existencia de una jerarquía de poder en el ejercicio de la violencia machista, incluidas la violencia psicológica y cualquier manifestación de agresión sexual, agrava la vulnerabilidad de la víctima y su miedo para denunciar lo ocurrido, ya que es consciente de que puede recibir una penalización o un estigma por ello. Cuando la agresión se produce en el marco de una organización jerárquica y está perpetrada por quien tiene el poder, la víctima tiene miedo a denunciar y muchas veces no sabe siquiera cómo hacerlo o a quién dirigirse.

Las redes sociales han desempeñado un papel clave en el caso. Sumar y Errejón publicaron sus comunicados, mientras que la cuenta de Instagram de la periodista Cristina Fallarás se fue copando de denuncias de más mujeres. ¿El anonimato de estas ha provocado que salgan a la luz más voces?

—Las investigaciones sobre agresiones sexuales ponen de manifiesto que las principales razones por las que las víctimas no interponen denuncia son principalmente tres: la primera es la duda que muchas víctimas tienen sobre si lo que les ha ocurrido puede y debe tipificarse como agresión sexual debido a la normalización de muchas de estas agresiones y abusos; la segunda se refiere al miedo que tienen de ser culpabilizadas o estigmatizadas, y la tercera nos remite a la desconfianza hacia el tipo de respuesta y sanción de carácter institucional, a la desconfianza de que no se va a castigar la agresión. Estas tres causas explican, en gran medida, por qué muchas víctimas optan por el anonimato a la hora de realizar las acusaciones y las han volcado en las redes sociales. Existe miedo y desconfianza. Otra cuestión es cómo los partidos políticos utilizan las redes sociales para realizar su comunicación institucional y personal, este punto tiene más que ver con la incidencia de las redes sociales en los cambios sufridos en la comunicación política.

Durante unas horas la plataforma cerró temporalmente la cuenta de Fallarás. Algunas voces afirman que se debe a que las políticas de privacidad y los términos de condiciones de Instagram están planteadas en términos machistas. ¿Es así?

—El machismo está también muy presente en el uso de las redes sociales, en las nuevas tecnologías y en la Inteligencia Artificial. El mundo online es un reflejo del mundo offline, no es ajeno, por tanto, a las desigualdades de género y a otros ámbitos de discriminación que las redes reproducen e incluso amplifican.

El primer mensaje de todos rezaba: “A mí me pasó con un político muy conocido. Me habían avisado del trato que daba a las mujeres. Esun maltratador psicológico”. ¿Este tipo de actos son punibles?

—La violencia machista se manifiesta de muchas maneras, existe la violencia física, que en algunos casos acaba en asesinato, pero también está la violencia psicológica a través del desprecio y sumisión de una persona; la violencia social y económica, que implica el aislamiento y la falta de autonomía, y la violencia sexual, que también se puede manifestar de muchas maneras. Todas ellas atentan contra el principio del consentimiento. Algunas formas de violencia son delito, otras son faltas; muchas de ellas son legalmente punibles, y todas son socialmente reprobables.

Del silencio antes de que se publicase la renuncia de Iñigo Errejón, pasamos a escuchar que su comportamiento era el de un depredador sexual. ¿Cómo debemos interpretar esto?

—Parece que se ha abierto la caja de Pandora y un secreto que estaba bien guardado por el miedo de las víctimas y la posición de poder del agresor ha salido a la luz, revelando unas conductas no solo inapropiadas sino, presuntamente, delictivas. Una vez abierta la caja mucha gente se ha animado a opinar, denunciar o a posicionarse porque nos han quitado el velo ante los ojos y ha emergido una realidad injusta que debía ser sancionada.

La actriz Elisa Mouliaá fue la primera en presentar una denuncia ante la Policía que recogía varios delitos de agresión sexual, coacción y vejaciones. Sin embargo, no se tardó en cuestionar el relato y, además, se cayó en el morbo de detallar las prácticas sexuales. ¿Por qué?

—Esa forma de proceder es una manifestación del machismo imperante en nuestra sociedad. Muchas víctimas de violencia sexual son juzgadas y puestas en entredicho cuando denuncian una agresión sexual. De ahí la culpa y la vergüenza de muchas de ellas. Es importante poner el foco en dar crédito a las acusaciones de las mujeres. Los movimientos #MeToo o #YoSíTeCreo han sido cruciales para visibilizar situaciones de acoso sexual que se habían silenciado o normalizado. En este sentido, la frase de Gisèle Pelicot durante el juicio que encausa a su marido y a los hombres que la violaron me parece muy lúcida y reveladora: “La vergüenza debe cambiar de bando”. No es la primera vez que se juzga más a la víctima que al agresor o que se pone en cuestión su relato. Lo vimos en el juicio por el asesinato de Nagore Lafage o en algunos comentarios tras la denuncia de la violación de La Manada.

Mas Madrid forzó la dimisión de Loreto Arenillas, acusada de encubrir los presuntos abusos de Errejón y de mediar por él con una de las víctimas. ¿La violencia machista siempre bebe de colaboradores necesarios?

—Desconozco cuál fue el papel que desempeñó Loreto Arenillas, pero lo que sí está claro es que si muchos comportamientos que vulneran la voluntad de las víctimas quedan silenciados es porque existe la connivencia de quienes lo saben y no actúan para denunciarlo. No se trata solo de personas individuales que podamos señalar como culpables, se trata de una sociedad y una cultura que minimiza y normaliza determinadas conductas hasta el punto de que muchas víctimas ni siquiera son conscientes de estar viviendo una situación de acoso sexual y que, cuando quieren alzar la voz, la respuesta que reciben es que es mejor que no digan nada, que no es tan grave, que no merece la pena meterse en ese lío. Hay que acabar con el hecho de que denunciar una agresión sexual sea un “lío” para la víctima y empiece a ser un verdadero problema para el agresor.

¿A qué debemos atenernos en lo que respecta a este caso con la Ley del solo sí es sí?

—La ley del solo sí es sí trajo consigo un cambio muy importante a la hora de interpretar el consentimiento. Veníamos del “no es no”, lo que implicaba que había que demostrar que había habido una negación, y ahora nos regimos por el solo sí es sí, por lo que lo que el agresor debe poder demostrar que hubo consentimiento. Cambia el peso de la carga de la prueba. La Ley también establece toda una serie de recursos públicos para atender a las víctimas de agresiones sexuales y para trabajar preventivamente este tipo de conductas.