E dice que hay una línea que separa los hechos de la ficción, la realidad de lo imaginario. Aunque no siempre está claro dónde se encuentra esa línea y cómo cambia a capricho de los acontecimientos. Esta podría ser la historia de Julie Levinson, una arqueóloga que viaja con sus alumnos al Pirineo en busca de datos que validen su tesis doctoral. Persuadida de que en lo más recóndito de estas montañas se esconde un tesoro nazi de la guerra mundial, penetra en su laberinto boscoso hasta tropezar con un búnker alemán intacto. Pero lo que no esperaba encontrar allí son las carcomidas cajas que había en su interior, con un extraño producto llamado Panzerschokolade.

La quinta entrega de Indiana Jones no podría haber empezado mejor. Sólo que esta vez se trata de una película interpretada por Geraldine Chaplin y dirigida por Robert Figueras en 2013. El argumento gira en torno a unos estudiantes de arqueología que, buscando notoriedad, se extravían en una pesadilla entre el género de suspense, el de terror y la chifladura de los videojuegos. Sin embargo, lo que tiene poco de ficción y mucho de realidad es lo que estos aprendices de cazatesoros hallaron en ese recóndito escondite pirenaico.

Dopados al frente

Lejos de esta delirante historieta, el Panzerschokolade -chocolate acorazado, o chocolate acorazadopíldoras de Göring como se conocían popularmente- fue un fármaco tan eficaz como sorprendente. Servido en comprimidos o en dosis inyectables, en realidad se trataba del precursor de la metanfetamina comercializada como Pervitin, de la que se llegaron a fabricar 35 millones de unidades para abastecer a las tropas de la Wehrmacht durante la Segunda Guerra Mundial. De hecho, cuando los alemanes llegaron a las puertas de Irun el 25 de junio de 1940, la invasión de Francia había sido una excursión de boy scouts. Aquellos soldados del Reich con aspecto de adolescentes incansables, pletóricos y frenéticos, apenas les costó esfuerzo hacerse con las riendas de país. Puede que las píldoras de Panzerschokolade tuvieran algo que ver en ello.

Esta mágica golosina era capaz de desatar la euforia, reducir la sensación de cansancio, anular el hambre y la sed, restar los efectos del miedo y dotar al usuario de una irrefrenable sensación de poder. Tal es así que, cuando los tanques de Rundstedt, Bock o Guderian asomaron tras la Línea Maginot, el ejército galo supo que había perdido la guerra.

Cierto es que los nazis no fueron los primeros en utilizar persuasivos estupefacientes para convertir a sus soldados en máquinas de guerra, eso es tan viejo como la crucifixión. Los hoplitas griegos mezclaban vino con opio antes de lanzarse a la batalla, los vikingos masticaban hongos alucinógenos, los aztecas hacían tortitas de peyote, hasta los galos de Astérix se colocaban con la poción mágica de Panorámix para vapulear con eficacia a las legiones de César.

Llegados aquí, podríamos aventurar que el Pervitin fue algo similar a una de esas Wunderwaffen (armas maravillosas) que Alemania construía bajo el más estricto secreto, como las bombas volantes Fritz X o los cohetes V2. Sólo que, en lugar de hacerlo en los túneles de Peenemünde, esta vez eligieron los tranquilos laboratorios farmacéuticos de la compañía Temmler de Berlín. La eficacia del producto había sido probada en todos los frentes, desde las arenas de El Alamein con 45o a la sombra, hasta las ruinas de Stalingrado a 30o bajo cero, lo que llevó al Alto Mando del Ejército a implementar su uso masivo hasta la victoria final.

El envoltorio decía que era un estimulante y el prospecto recomendaba una a dos píldoras para combatir la falta de sueño, sólo si era necesario. Pero según el criminólogo alemán Wolf Kemper, la droga fue distribuida sin el menor escrúpulo en todos los cuerpos armados: Heer, Luftwaffe, Kriegsmarine, hasta en las Waffen-SS. No obstante, en 1938 ya se conocían los efectos nocivos de este psicótropo, aunque científicos y capitostes de alto rango lo ocultaron en beneficio del interés general (la guerra). Lo cierto es que el Pervitin, el Panzerschokolade y sus derivados, generaban adicción, destruían el sistema nervioso y, en última instancia, producían el colapso general del organismo. El 9 de noviembre de 1939, en una carta enviada a sus padres en Colonia, un combatiente destinado en el frente polaco expresaba el siguiente anhelo: "Esto es muy duro, espero que entendáis que solo me es posible escribiros cada dos o tres días. Hoy lo hago principalmente para pediros algo más de Pervitin [...] Con amor, Hein". El desdichado recluta que ruega a sus padres le envíen más píldoras mágicas para aplacar el mono, no es otro que Heinrich Böll, premio Nobel de Literatura, entonces un bisoño soldado de reemplazo en las embarradas trincheras del este europeo.

Un colocón en Sanfermines

La cornisa pirenaica ha sido siempre territorio apache, tanto en la guerra como en la paz. Desde la noche de las calendas fue patria de bandoleros, contrabandistas, maquis y mugalaris. Pero su momento álgido tuvo lugar en la Segunda Guerra Mundial con el tránsito de judíos, aviadores de la RAF y refugiados que cruzaban la línea fronteriza arropados por la clandestinidad, a la vez que los lingotes de oro nazi entraban en España por Canfranc y el wolframio salía por Irun con destino a Alemania. En esa gigantesca puerta giratoria de prófugos y mercancías, las píldoras de Pervitin, el opio o las ampollas de morfina, al igual que un largo repertorio de armas, joyas y salvoconductos, dio pie a un atrabiliario mercado negro a ambos lados de la muga. En esa turbia espiral entre la posguerra española y la guerra mundial, la llegada de los nazis a Navarra -si bien como turistas accidentales- coincidió con las fiestas de San Fermín. ¿Se imaginan a un somatén de soldados de la Wehrmacht probando su puntería en un tirapichón de las barracas, bebiendo vino a pelo con una bota de Las Tres Zetas, o en la plaza de toros mientras asisten atónitos a la faena del diestro Curro Caro? Pues la realidad es aún más desconcertante.

En la edición del 9 de julio de 1940, el rotativo falangista Arriba España dedicaba la siguiente reseña sobre la visita de las tropas germanas a Pamplona: "Mientras el Ayuntamiento obsequiaba a los jefes con un vino de honor, a los soldados les rodeaba en la calle la más viva y exaltada simpatía (...) Racimos de mozos ofrecían a los alemanes, sonrientes y llenos de estupor, el vino caliente y bravo de nuestra tierra (...) Mozos con el gorro militar alemán y soldados alemanes con las boinas, los sombreros de paja y los rojos pañuelos al cuello, bailaban la más frenética y bulliciosa jota".

Ni de casualidad podía sospechar el fogoso cronista del Arriba España que buena parte de las huestes de Hitler, que tan a gusto se zambullían en la jarana sanferminera con el chacolí de Culancho, el champán Ezcaba y el tinto de Liédena, traían consigo su propio colocón a base de Pervitin.