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Un pedacito de familia en Ucrania

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Una familia acogedora llama a la niña de Ucrania a la que no ve desde 2019 por la pandemia

"Es un poco diálogo de besugos", avisa con ternura Carmen Ituarte antes de contactar por videollamada con Anhelina, la niña ucraniana a la que apenas le ha dado tiempo a aprender castellano en los dos veranos que la ha tenido acogida. "¡Qué guapa estás, cariño! ¿Vas al colegio?", le pregunta desde Berango. "Sí", contesta escueta la pequeña, de 9 años, rodeada de su familia, en Fenevichy. La conversación no fluye, pero las sonrisas y el amor, a raudales. Y eso que llevan desde 2019 sin verse por culpa de la pandemia y este año tampoco las tienen todas consigo. "¿Tú quieres venir, cariño?". "Sí", responde tímidamente la chiquilla. "Os queremos mucho. Si tú no vienes aquí, nosotras iremos a Ucrania", le promete Carmen antes de despedirse con un montón de besos, colgar y emocionarse. "Con todo lo que están pasando, siempre sonríen y te dan las gracias. Aunque no podemos decirnos gran cosa, nos vemos las caras y es muy bonito y emotivo", afirma. Su hija Lucía, de 11 años, la voluntaria más joven de la asociación Chernóbil elkartea, artífice de que un buen puñado de vascos tengan un pedacito de familia en Ucrania, está deseando jugar con Anhelina y empeñada en viajar, si es preciso, para visitarla. "Todos nos deberíamos poner en los zapatos de una de estas familias. Es una lección de vida muy importante", dice su ama.Por más que los menores hermanados dibujaran acá y allá héroes capaces de terminar con la radiación y el coronavirus, este frustró el verano pasado sus planes de reencontrarse y dejó a Carmen con la ropa para Anhelina colgada en el armario. "Este año tiene pinta de que tampoco va a poder ser, pero mantendremos la esperanza hasta el último minuto. Necesitan salir de allí. Con los dos meses que pasan aquí tienen salud para un montón de tiempo. Nos preocupa mucho que no puedan venir", reconoce esta madre acogedora, que recuerda como su "peque, cuando vino la primera vez, no podía con su alma y, en cuanto empezó a alimentarse bien, tenía la misma energía que mi hija o más".

Comida y Playeras para la familia

Lejos de quedarse de brazos cruzados, la asociación se puso manos a la obra para paliar las carencias de estos menores, que venían a Euskadi para fortalecer su organismo, debilitado por residir en la zona contaminada por la explosión de la central nuclear. Alimentos, ropa, material escolar... La ayuda, más necesaria que nunca, no ha cesado. "Les sufragamos, por medio de la asociación, pedidos de comida y artículos de parafarmacia porque a su situación, ya de por sí precaria, se ha sumado la pandemia, la enfermedad sin tener seguro médico, la pérdida de trabajo, los problemas de abastecimiento...", explica Carmen. Por si fuera poco, los colegios han estado cerrados varias semanas. "Para algunos ha sido un auténtico drama porque es su válvula de escape y su única fuente de alimentación".

En cuanto supo que Anhelina no pasaría el verano con ellos, Carmen escribió a sus padres. "Les dije que, a pesar de todo, tendrían nuestro apoyo". Y así fue. Asumido "el jarro de agua fría", empaquetó la ropa de la niña y se la envió junto con algunos juegos, puzzles y libros. "Les pregunté si necesitaban algo que no pudieran conseguir, me pidieron playeras para la familia y se las mandamos", detalla. También les hacían pedidos semanales y ahora, cada quince días. "Con la compra se han mostrado muy agradecidos porque el padre no debe de tener un empleo estable. La madre sigue trabajando, pero son cuatro más la abuela y el tema de la comida es un verdadero problema. Si ya lo tienen en circunstancias normales, con la pandemia mucho peor. Por lo menos, que estén bien alimentados", se consuela.

Un primer acogimiento fallido

Carmen, su pareja, Dani, y su hija, Lucía, tienen doble mérito porque decidieron abrir las puertas de su hogar a Anhelina después de haber tenido una frustrante experiencia con la primera niña a la que acogieron. "No siempre hay una adaptación. No todo es color de rosa", confiesa. "Esa niña nunca nos llegó a querer, probablemente porque no tendría un apego regular en su casa. Siempre decía que no quería venir, Lucía le sobraba, quería todo para ella y para nosotros suponía un esfuerzo muy grande. Tomar la decisión de que no viniera más fue muy duro, pero el tercer año dije que ya no podíamos seguir con ella. En la asociación me apoyaron. Me dijeron que se les da una oportunidad y la tienen que saber aprovechar. Hay muchos niños y niñas que desean venir", recuerda, apenada.

Tras este acogimiento fallido, la familia se replanteó abrir sus brazos de nuevo. Lucía, que ha mamado la solidaridad desde pequeña, le dijo a su madre: "¿Lo volvemos a intentar?", esta le respondió: "Creo que sí" y Anhelina entró a formar parte de sus vidas. El primer verano, como la mayoría, reconoce Carmen, la pobre lo pasó fatal. "Te mandan a una criatura, que puede tener seis años como mínimo, y dos meses se les pueden hacer muy largos y dolorosos, echan mucho de menos a sus padres, no tienen muy claro si van a volver o no, no entienden el idioma... El primer año es duro para todos porque empatizas con ellos, podría ser mi hija y ves que sufren la mayoría".

En su caso, bastó superar esa prueba de fuego para ver cómo Anhelina reponía fuerzas y hacía hueco en su corazoncito para esta generosa familia. "El segundo año, antes de la pandemia, nos cogimos un cariño mutuo inmenso. Cuando tocó despedirse, ella lloraba y yo le decía: No llores, que vas a ver ya a papá, mamá, a abuela, a tus hermanos y ella decía: Estoy triste, pero contenta. Triste por marcharse y contenta por ver a su familia", rememora Carmen, quien concluye que el acogimiento "es una responsabilidad muy grande y una carga emocional tremenda, pero es muy bonito".

"Iván está loco por venir"

Santiago Sánchez nunca olvidará la cara de Iván, el niño de Pisky que empezó a acoger con seis años, la primera vez que vio el mar. O cómo se las apañaban para comunicarse por señas o ruidos, como "el ñam, ñam a la hora de comer". "Cuando se marchó ya entendía todo lo que yo hablaba", recuerda este profesor que reside en Bilbao. Ahora que Iván ya tiene 13 años, le hace llamadas perdidas para que Santiago le telefonee y "no gastar" y tiene confianza para pedirle lo que "realmente necesita: Se me han roto las playeras que mandaste, a ver si me puedes mandar unaso una sudadera", detalla.

Santiago Sánchez, en Bilbao, acogió a Iván cuando tenía seis años y ahora ya tiene trece. Pablo Viñas

Tal y "como están las cosas", Santiago teme que este verano tampoco puedan verse las caras si no es a través de una pantalla. "Él está loco por venir. Se le nota en la actitud. Me está todo el día llamando y diciendo que a ver cuando puede venir, que ha oído que iba a salir un avión de Ucrania para España y que cree que seguramente el mes que viene pueda viajar y cosas de esas", relata.

Mientras Iván sueña con disfrutar de este verano en Santillana del Mar, donde solía pasar las vacaciones con Santiago y sus padres, a este le preocupa que no pueda venir y desande el camino que habían recorrido juntos. "Me da muchísima pena porque está en plena adolescencia y todos los hábitos que le había creado: ducharse todos los días, lavarse los dientes, desayunar, comer y cenar... los habrá perdido", lamenta. También habrá olvidado, imagina, la rutina de jugar solo un par de horas a la videoconsola. "Si fuera por él, jugaría todo el día. Sería empezar todo de nuevo otra vez", asume. En el pueblo, dice Santiago, "todo el mundo le echa de menos". Él, el primero. "Estaba acostumbrado a preparar los bocadillos para los dos para ir a la playa, a buscar planes para hacer: ir a un parque de atracciones o a unas fiestas. Todo eso, al no venir... Solo no me motiva ni ir a la playa".

Iván tenía las defensas bajas y durante sus estancias con Santiago han hecho más de un viaje al hospital: piedras en el riñón, apendicitis... "Al haber venido varios años ya estaba estabilizado. Espero que a día de hoy esté bien. Como lleva tanto tiempo sin venir, tampoco pondría yo la mano en el fuego", confiesa Santiago, que dice que a estos menores, en cuanto aterrizan, enseguida "se les notan las carencias en la ropa o en la falta de aseo personal". Y es que no es lo mismo "ducharse a diario que lavarse con un cubo de agua".

La última vez que habló con Iván llevaba quince días sin ir al colegio por el coronavirus. Cuando va, dice Santiago, "solo se lleva para comer las golosinas que le mando. No tiene una buena alimentación". Lo que sí que tiene es "bastante más madurez que los niños de aquí. Será por las necesidades que pasa".

"Me da muchísima pena porque al no venir habrá perdido todos los hábitos que le había creado"

Acoge a Iván, de 13 años

"Para algunos el cierre de colegios es un drama porque es su única fuente de alimentación"

Acoge a Anhelina, de 9 años