EL pequeño "todavía está en los mundos de Yupi", pero el mayor, en "la edad del pavo", sabe que reciben alimentos. "No es un niño de pedir mucho. Cuando sale con los amigos, dice: Un euro para dos días, pero si puedes, ¿eh?, ama. Si no, el finde", cuenta esta bilbaina, que se presenta como "Asun Marqués pero sin un duro, como decía mi padre". Porque Asun ha perdido medio sueldo a raíz de la pandemia, no su sentido del humor. Ni su afán solidario. No en vano colabora con la Sociedad de San Vicente de Paúl repartiendo comida en el centro abierto, junto con el Banco de Alimentos, hace un par de meses en el barrio de Rekalde. Al otro lado de la mesa, latas de conservas en mano, se encuentra de vez en cuando con caras conocidas. "A los vecinos del barrio les digo siempre: No os preocupéis, que yo también estoy igual que vosotros", comenta. No les sacará de apuros, pero quizás sí una sonrisa bajo las mascarillas.

Antes de que el covid lo dinamitara todo, Asun y su familia vivían bien. "No para tirar por la ventana, pero sí para cubrir el préstamo, el colegio o comprar a mis hijos dos pares de zapatillas. Ahora se compran unas y hasta que se rompan. Pero hay gente que está peor, así que a tirar como se pueda", se anima. Trabajadora de la limpieza, las empresas a las que prestaba servicio han ido cayendo como fichas de dominó debido a las restricciones. "Por esto del covid el centro de estudios, al que iban muchos niños, lo han tenido que cerrar. También otro local donde se celebraban reuniones. Además, con el teletrabajo no tienes que limpiar tanto y te reducen horas", señala. En resumen, que "te queda un sueldillo de 200 y pico euros. Aunque tu pareja ingrese, con 1.300 o 1.500 euros, teniendo préstamo y dos niños, no llegas a fin de mes. Te ves ahogada", confiesa.

Como "solo miran tus ingresos, no tus gastos", dice, no pueden acceder a la RGI. "Aunque no tengas para comer, da igual. Es la cifra", se resigna. Y en esas estaba, pensando que tenía que "buscar una solución", cuando la Sociedad de San Vicente de Paúl, de la que su padre era miembro, le ofreció colaborar repartiendo alimentos. "Fui para ayudar a otras familias. Mi idea no era pedir. Piensas que si no comes macarrones, comes patatas o huevos. O chuscos de pan, como decía mi madre, que antiguamente iba con un chusco de pan a trabajar. Dices: Ya veremos cómo hacemos, pero uno de los encargados me dijo: Es que tú también necesitas". Y así, de una tacada, se convirtió en voluntaria y usuaria. "Es más gratificante dar que recibir. Tú trabajas y es como si te dieran un sueldo, pero en comida", compara.

"No me da ninguna vergüenza"

Esta no es la primera vez que Asun se tiene que apretar el cinturón. "Antes vivía aita, su pensión era mayor y, cuando faltaba trabajo, nos podía echar una manita. Ahora, con lo que cobra ama, somos nosotros los que muchas veces le tenemos que echar una mano a ella", explica. Sea cual fuere la dirección en la que fluyera la ayuda familiar, hasta esta ocasión no se habían visto en la urgencia de llenar la despensa con alimentos donados. "No me da ninguna vergüenza porque creo que es algo que les pasa a muchas familias y no lo quieren decir. Antes podías y ahora no puedes, pues no pasa nada. Todo volverá y yo seguiré colaborando, aunque ya no tenga necesidad de recibir", se compromete.

Cuando quien entra tirando del carrito de la compra le resulta familiar, Asun trata de quitarle hierro al encuentro. "Al verme se quedan un poco cortados. Les digo que estamos todos en el mismo barco. Me cuentan que estaban trabajando, que se han quedado sin curro o están en ERTE y les digo: Pues a mí me ha pasado lo mismo", recrea y asegura que ella es como una tumba. "Aquí es oír, ver y callar. Una vez que salgo por la puerta, a nadie le interesa lo que le pasa a la gente", zanja.

Un voluntario se afana en acomodar los alimentos en la bolsa de una mujer mayor, mientras otros van de las cajas de fruta a las de leche con parada en el congelador. A unos metros, dos señoras custodian el listado de usuarios. Son variopintos y su goteo es continuo: una mujer con velo y un niño en un carrito a la que le dan potitos, una pareja joven... A la lista se ha sumado, gracias a Asun, "una chica del colegio". "Me enteré de que está sola con dos niños y le dije los requisitos necesarios. Decía que le daba apuro porque recibe una subvención por uno de ellos, pero tampoco le llegaba para todo y no pide dinero, sino comida", remarca.

Convencida de que "se le está dando más valor al dinero que a la vida", no comparte las quejas por las restricciones. "La gente comenta que menudo rollo no poder reunirse o que ahora ¿dónde toman un café? Pues en casa o lo coges para llevar. Hay miles de alternativas. No es imprescindible estar toda la tarde tomando cañas en una terraza. Yo prefiero que dentro de seis meses ese bar pueda funcionar correctamente y no con esa aglomeración detrás esperando a que te levantes. Si no nos unimos todos, esto se va a ir más de las manos de lo que se está yendo ya. La gente se está muriendo y no nos damos cuenta", lamenta. "Yo tengo a mi tía con 98 años en una residencia en Zamora. Ha pasado el covid y no he podido ni ir ni hablar con ella. Si fuera egoísta, también me podría quejar", dice. A la vista está que no lo es. "Cuando la gente se va nos dice: Muchísimas gracias. Y yo contesto: A vosotros por venir, por darles ánimos y que vuelvan".

Madres solas sin red familiar

Al igual que esta bilbaina, Allison, una joven colombiana de 23 años, madre de una niña de cuatro meses, también es voluntaria y usuaria de este proyecto. "Hace un año vine de vacaciones a casa de mis padres, que viven en Bilbao, y con la pandemia me cancelaron el vuelo para regresar. Después me di cuenta de que estaba embarazada y, como en mi país la salud no es tan buena, decidí quedarme. Un bebé siempre trae alegría a casa, pero fue muy triste porque no esperaba que llegara en medio de estas circunstancias", relata. Gracias a la ayuda que recibe por su hija y a la que le prestan la Sociedad de San Vicente de Paúl y Cáritas, donde realiza unos cursos, a la bebé de Allison "no le ha faltado nada" y ella va saliendo adelante porque, al estar "indocumentada", no puede trabajar. Al menos, de forma remunerada. Altruistamente lo hace clasificando la ropa para niños de hasta 3 años que recogen en este local solidario. "Decidí formar parte del proyecto tanto porque yo lo necesito como por otras madres que están en mi situación", comenta.

Fernanda Daza, voluntaria encargada del ropero, confirma que al centro "acude mucha madre soltera, muchas personas extranjeras, familias en paro con niños pequeños... Además de los alimentos de primera necesidad, les aportamos ropa y juguetes", detalla. Estos artículos se pueden donar los días de reparto, el segundo miércoles y jueves de cada mes, en la sede ubicada en la calle Altube de Bilbao, donde se desinfectan antes de su entrega.

A la espera de que "se nos solucione todo poco a poco", Allison, que vive con sus padres, su hermano, su pareja y su hija, conoce a "muchas mujeres que están aquí solas con sus bebés y no tienen con quién dejarlos. Entre nosotras tratamos de ayudarnos. Si alguna consigue un trabajo, otra le cuida al bebé. Nos convertimos en una familia acogedora", explica. Pese a la red de apoyo que han tejido, "la situación es muy complicada. Algunas llevan un año acá y ni se han empadronado porque no tienen dónde hacerlo. Si alguna requiere nuestra ayuda, ya sabe a dónde acudir", les tiende la mano.

"A los vecinos del barrio les digo: No os preocupéis, que yo también estoy igual que vosotros"

Voluntaria y usuaria del centro de reparto

"Un bebé siempre trae alegría a casa, pero fue muy triste porque no esperaba que llegara en estas circunstancias"

Voluntaria y usuaria del centro de reparto

"Al centro acude mucha madre soltera, muchas personas extranjeras, familias en paro con niños pequeños..."

Encargada del ropero infantil