STÁ considerada como la segunda ola, una reiteración de los duros tiempos que ha llegado a los consistorios y a determinados cuerpos disfrazada con ropa de camuflaje. No en vano la segunda ola del covid llega sin que más de la mitad de las personas afectadas sepa que están contagiadas lo que convierte el problema, por ignorancia, en un peligro creciente.

Digamos que el problema, y el riesgo, de esta segunda ola del covid-19 está en la invisibilidad: no del virus, sino de su contagio. Es un superhéroe con poderes capaces de tumbarnos sin verlo venir. Más de la mitad de sus portadores desconocen que lo son por ser asintomáticos, lo que, salvo que sean detectados en los trabajos de rastreo que desarrollan las diversas comunidades autónomas o en las pruebas de PCR, dispara las posibilidades de que puedan seguir transmitiéndolo y generando vectores de contagio de carácter comunitario. El peligro oculto y creciente está ahí, latente.

Quienes están encargados de vigilar su evolución hablan de los dientes de sierra como si hablasen de la dentadura de un animal extraño, casi prehistórico. Esa dificultad es la que nos obliga a prestar atención ante cualquier sospecha. No se trata de pensar que igual ese malestar se calma con un par de días de descanso. Hay que ponerse en la peor de la situaciones y si al final se descarta el contagio, bienvenida sea la celebración. Lo importante es que uno ejerza de vigilante en su propio cuerpo. Y que incluso en el mejor de los casos, cuando el diagnóstico dice no, uno ha de mantenerse alerta, acechante a las amenazas de tormenta sobre nuestra salud.

Los números de ayer son distintos a los de hoy y quién sabe en qué quedan en comparación con los de mañana. Cada día que pasa se hace más difícil dar con la evolución, como si la resolución de ese problema matemático fuese digno de un laboratorio. Que cada cual se cuide lo que pueda, ese es el mensaje. Y aun así, que no pierda de vista su estado diario, no sea que un desliz abra las puertas del infierno, aun sin quererlo.