UANDO la economía de un país está en bancarrota y no puede hacer frente al pago de sus deudas, a su moneda y a sus finanzas les trenzan un corralito, les aíslan en prevención. Begoña, como millones de ciudadanos de este país, está viviendo desde el pasado día 13 en el corralito felón que nos ha declarado insolventes ante nuestra propia seguridad de salud. Y en el caso de Begoña, el agravante es su edad, porque aún sin que tenga graves patologías concomitantes, sus 88 años la incluyen de lleno en la población de alto riesgo.

Begoña vive un tanto despistada con los últimos movimientos a su alrededor; el viernes anterior a la declaración del estado de alarma se levantó, se arregló y desayunó como siempre, pero a las 09.30 horas no la acompañaron al portal a coger el microbús que todos los días laborables la lleva a un centro de día en Getxo. Ahí comenzó su corralito en el hogar. Tras un par de años con el horario pautado por la ida y vuelta al centro de día, este parón la descoloca. Su reloj biológico le informa con precisión de que el sábado y domingo no va al centro, pero el mismo ajuste interno le inquiere sobre este lunes que no sabe porqué es diferente a los demás, tanto como para tener que quedarse en casa.

Para Begoña, menuda y coqueta mujer octogenaria, había comenzado una cuarentena que ella no acaba bien de entender, pero que ha modificado todos sus ritmos cotidianos. Nuevos ritmos que de vez en cuando le hacen preguntar si puede salir a la calle o más duro aún, por qué no lo puede hacer. Explicárselo es tarea imposible.

En el desayuno de su primer día de cuarentena no se olvidó de su pantoprazol, su lírica, y sus vitaminas, acompañantes fijos de su día a día, más el paracetamol cuando la cabeza le grita más de lo que desea. Esta acción la repite y entiende bien su reloj biológico, es continuación de su rutina habitual.

Perdida su capacidad para controlar el tiempo con el reloj y con una incipiente desubicación espacial, el encierro forzoso la ha trastocado a una vida bastante diferente a su habitual cotidianidad. El reto es acompasar su vida de encierro a este nuevo ritmo reducido a las cuatro paredes de la casa, una casa espaciosa, pero al fin y al cabo una casa-piso con cuatro paredes. El balcón es la salida visual, menos mal.

La primera diferencia significativa es que ahora vive y convive todo el día con su hija, y que no solamente no se relaciona con los otros miembros del Centro, sino que tampoco recibe visitas de la familia. "Hace una semana que no vienen a saludarme Mikel y Ane", dice extrañada con el trabalenguas de su pronunciada afasia.

Ane y Mikel son sus nietos más jóvenes, y como viven más cerca la visitaban más a menudo, por lo que ahora son a los que más echa en falta. Para suplir esta ausencia física, a Begoña la conectan en plan Family Party. Es uno de los momentos más agradables de su confinamiento. Sonríe y se la ve feliz, saludando a quienes la llaman. Les dice que vengan a verla y no comprende muy bien las excusas que le ponen.

Si a todos este cambio-parón nos afecta, a las personas mayores les pilla siempre sorpresivamente las modificaciones de los ritmos de su rutina repetitiva, y en estas dos semanas a Begoña le está costando coger el nuevo tranquillo de adaptación a rutinas novedosas.

Se levanta algo más tarde, pero no mucho, y se asea y desayuna como siempre. "Sí. Lavarme y la higiene me han dicho que es fundamental", repite en su media lengua de trapo, buscando las palabras en un castellano en regresión, frente a su euskera materno en avance. Desayuna tranquila y, ayudada por su hija, se viste lo más parecido posible a como lo haría si tuviera que salir a la calle. Y en ese momento comienza la diferencia más notable: no ve otras caras ni tiene actividades programadas.

Para que su ritmo no se altere mucho hacia las 11.00 toma un cafecito con leche y después se sienta a intentar escribir, colorear dibujos y pasar hojas a las revistas y su periódico DEIA. "Viendo los santos y las fotografías, porque le cuesta mucho leer", comenta su hija, aunque lo intenta con la sección de política y del Athletic. Difícil empeño, por cierto.

Después de realizar estas "etxerako lanak", al igual que en el centro de día realizan tablas de gimnasia, ahora aquí en casa trata de moverse para que las piernas no se le hinchen. Una alternativa es dar unas vueltas por el largo pasillo y otra, un poco más atrevida, bajar en ascensor hasta el portal y subir las escaleras después, siempre que no haya nadie. Produce inmensa ternura ver la alegría en sus ojos cuando se viste de calle y baja al portal esperando poder salir a la calle; la misma alegría y ternura que se le trueca en extrañeza cuando ha de volver a subir al piso.

Tras este ejercicio matinal, a Begoña le llegan todavía los recuerdos de las "etxeko lanak" que hasta hace unos años realizaba en casa: limpiar el polvo, pasar la aspiradora, recoger los baños, cocinar, poner la lavadora, pero como el cuerpo y la capacidad organizativa ya no responden a sus deseos, se convierte un poco en la supervisora de lo que hacen los demás en casa. Lo más duro no es verla impotente, sino la impaciencia repetitiva que manifiesta por todo; un síntoma muy extendido con la edad.

Fijar la hora de la comida es fundamental para alguien cuya vida no se rige ya por las agujas del reloj, sino por el cronómetro de su fisiología, por su reloj biológico. Come bien, pero poquito, sobre todo verduras y pescado, sin olvidar nunca su café con leche.

Con el Teleberri, que a duras penas logra seguir, "porque es demasiado largo y le cansa" dice la hija, suele atraparle un sueñecito reparador de 20 a 30 minutos, que la relajan y da fuerza. De nuevo, vuelta a la rutina de los pequeños quehaceres escolares: colorear maquetas, escribir nombres, intentar operaciones de sumas, multiplicaciones y restas para mantener la mente activa. Y si hace bueno, lo que no ha olvidado Begoña estas semanas es salir al balcón a ver sus plantas, sus geranios, ficus, alegrías y aunque ya no sea ella quien habitualmente las cuida, esta semana se ha vuelvo a acercar, con su cariño habitual, a las plantas que siempre le han sido muy agradecidas: un poquito de agua, quitar las hojas marchitas, remover la tierra, añadir un poco de abono. Ha vuelto a recordar sus tiempos de huerta y lo comenta, más ahora que viendo la luz siente que es el momento del laboreo en el inicio primaveral.

En este cambio de ritmo que ha supuesto este enclaustramiento, lo que más a traspiés le ha pillado es la llegada de las seis de la tarde, su hora habitual de vuelta del centro, cuando daba un tranquilo paseo por el muelle del marítimo antes de volver a casa. No puede ir a tomar un cafecito a ninguna terraza, pero lo suple bajando al portal y subiendo de nuevo como si fuera un simulacro de excursión. Y a la vuelta de esta excursión, lo que más la hace sonreír es la llamada de sus nietos y nietas por videoconferencia familiar. Los ve, les sonríe, les dice a los chicos que se afeiten, que se peinen bien, les pregunta por sus hijos y les despide con cariñosos besos y abrazos digitales.

De ahí en adelante, el ritmo vital es como el de todos los días, una "afari-merienda" suave, una tortillita francesa, una pera, un yogurt€ y algo que para los más jóvenes choca, pero que para ella es fundamental, a las 8.30 en punto el Rosario desde la basílica de Begoña de Bilbao. No es que sea muy beata, pero sí profundamente creyente. Y ahora que Radio Popular, además del rosario retransmite también la misa, Begoña en estos quince días de calvario, no se lo ha perdido ni un solo día. Además es cuaresma, algo que vive entre el recuerdo nebuloso y el olvido paulatino.

Después de estos rezos radiofónicos, aún intenta leer algunas citas bíblicas de un libro breviario de su ama. Con esta lectura suele hojear su periódico, cambiar el parche contra el dolor y tomar su vitamina D periódica. La rutina le lleva a intentar algo más tarde ver su televisión (ETB), pero en la uno hay "mucho batua y demasiada erre" y en la dos hablan demasiado rápido, así que un cuarto de hora en el sofá es un océano de información que la inunda y la empuja a irse a descansar a la cama.

Han pasado más de quince días y teóricamente quedan otros tantos de internamiento, pero como es más que probable que sean algunos más, la rutina de Begoña es todo un cambio del que no se sabe todavía cuál será el resultado, esperando siempre que el virus no ataque por otra puerta. El corralito nos cerca a todos, lo difícil es explicar a tantos/as niños pequeños y a tantos mayores como Begoña el porqué; tal vez el continuo roce diario que incentiva el cariño sea la respuesta a un porqué inexplicable para ella.

Su rutina motivada por el confinamiento es todo un cambio del que no se sabe todavía cuál será el resultado

Uno de los momentos más agradables del día para Begoña es cuando la conectan en plan 'Family Party' con el móvil